Fidel, Trump y el liderazgo político
El fallecimiento de Fidel
Castro es un colofón dramático de uno de los rasgos más notables de la política
mundial durante los últimos años: la escasez de líderes capaces de motivar y
movilizar a millones de personas, extrayendo de ellas actitudes solidarias para
lograr hazañas colectivas. Fue precisamente eso lo que logró Fidel con la
campaña masiva que eliminó el analfabetismo en Cuba, con la fulminante victoria
en Playa Girón y con la solitaria resistencia del proceso revolucionario cubano
durante la década de los noventa del pasado siglo, cuando los socialismos
oficiales del este europeo se desmoronaron, por solo mencionar tres ejemplos.
Se trata de una crisis de
liderazgo de alcance mundial. En ese contexto, hasta fecha reciente, América
Latina fue una región excepcionalmente privilegiada. Junto a la resistencia de
Cuba, la sucesiva ascensión al gobierno de los movimientos políticos
encabezados por Hugo Chávez, Luiz Inácio Lula da Silva, Néstor Kirchner, Tabaré
Vázquez, Evo Morales, Rafael Correa y Daniel Ortega permitió lograr innegables
avances económicos, sociales y políticos en los países beneficiados por esta
onda antineoliberal, alcanzando así la democracia y los derechos humanos
niveles sin precedentes históricos en esta zona geográfica, que en estos
momentos corren el riesgo de ser revertidos.
La falta de líderes
políticos inspiradores es particularmente aguda en los Estados Unidos y Europa
occidental. Dejando de lado cualquier preferencia política o ideológica, cabría
preguntarse dónde están los Franklin D. Roosevelt, los Winston Churchill y los
Charles de Gaulle contemporáneos que permitan apreciar la abismal diferencia
existente entre los verdaderos estadistas y los meros administradores
tecnócratas, fríos e insípidos, que proliferan lo largo y ancho del planeta.
El caso de los Estados
Unidos merece una consideración especial. Tal vez Barack Obama sea el mejor
presidente que el sistema político norteamericano es capaz de producir en la
actualidad. Su decisión de cambiar la política hacia Cuba requirió de mucho
coraje político y, posiblemente, representó el punto más alto de su
presidencia. De manera general, sin embargo, su gestión gubernamental no
satisfizo las enormes esperanzas de gran parte de los motivados votantes que lo
condujeron a la presidencia. Como decía Fidel -según ha contado Cristina
Fernández de Kirchner en un excelente artículo-, el gobierno de los
Estados Unidos es un sistema, no un presidente.
Ahora, con Donald Trump,
somos testigos estupefactos del ascenso a la presidencia de la principal
potencia mundial de un personaje impresentable, cargado de todos
los atributos que no debería tener ningún verdadero líder político. De hecho,
tal parece la encarnación perfecta del antilíder.
Con la absoluta bajeza moral
que lo caracteriza y de una manera despreciable, Trump ha arremetido contra la
figura de Fidel en ocasión de su fallecimiento. La coincidencia temporal del
deceso de Fidel con el proceso de asunción presidencial de Trump es como una
jugarreta del destino indicativa de cuán bajo puede caer la calidad de los
líderes políticos en tiempos de exaltación del materialismo consumista y la
frivolidad.
Sin embargo, incluso en una
coyuntura tan oscura, puede haber espacio para el optimismo. Es muy probable
que, más temprano que tarde, si Trump intentara implementar en la práctica
varias de sus promesas electorales, estará cavando su propia tumba política.
Muy rápidamente constatará que las duras realidades de la conducción
gubernamental serán impermeables a su temperamento de multimillonario
caprichoso, y siempre llevará la pesada carga de ilegitimidad derivada del
hecho de haber llegado a la presidencia sin el respaldo del voto popular. Por
otra parte, debe tenerse en cuenta que los Estados Unidos son una sociedad
compleja, diversa y en evolución, con potencial para generar resistencias y
contrapesos frente a fuerzas extremistas de manera relativamente rápida. La
movilización de la derecha más cavernaria que ha hecho posible la victoria de
Trump coexiste con un indudable ascenso de movimientos progresistas, sobre todo
entre los jóvenes, que impulsaron de manera entusiasta la candidatura de Bernie
Sanders, un veterano político autodefinido como socialista, y que no se
sintieron representados con Hillary Clinton.
Así, terminada la temporada
de retórica chocante y de fuegos artificiales, Donald Trump tendrá cuatro años
para demostrar a qué vino. Mientras tanto, y por siempre, Fidel Castro será
extrañado, incluso por sus más acérrimos enemigos, aunque no quieran
confesarlo.
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