¿Por qué cambió la política de los Estados Unidos hacia Cuba?
Antes
del 17 de diciembre de 2014, era natural y frecuente la interrogante de por qué
los Estados Unidos no cambiaban la política de aislamiento contra Cuba, a pesar
de su ostensible fracaso, como reconoció ese día el propio presidente
norteamericano Barack Obama, en una demostración de coraje político nunca
alcanzado por aquellos, entre sus predecesores en el cargo, que en algún
momento tuvieron la intención de producir un cambio significativo en la
relación entre los dos países vecinos. Aunque se mantienen en pie los
componentes centrales del bloqueo económico y de la actividad de subversión
política contra Cuba, la anunciada reanudación de las relaciones diplomáticas entre
ambos gobiernos tiene un significado muy positivo, al permitir una interacción
civilizada que podría propiciar, a su vez, nuevos y más abarcadores
entendimientos sobre los temas esenciales de la agenda bilateral, con vistas a
lograr la construcción de una relación plenamente normalizada y de respeto
mutuo, pese a las previsibles acciones obstaculizadoras que intentarán determinadas
fuerzas retrógradas.
Al
considerar las probabilidades de éxito del ya encaminado proceso de
normalización, resulta pertinente evaluar las posibles motivaciones de la parte
norteamericana dado que, en el caso del gobierno cubano, desde hace muchos años
este había dejado en claro su interés de alcanzar tal objetivo, siempre que
ello se produjera en condiciones de pleno respeto a la soberanía de Cuba, como
corresponde de acuerdo al derecho internacional. Así, surge la cuestión sobre
las razones que llevaron al gobierno norteamericano a acordar la reanudación de
las relaciones diplomáticas precisamente en este momento, la cual no admite
respuestas simples sino que debe conducir a la consideración de un grupo de
elementos.
El más
obvio de ellos es la capacidad de resistencia demostrada por el pueblo cubano y
la firmeza de sus líderes políticos durante 56 años. Esto ha permitido al país
desarrollar una política exterior de principios, de vocación global e
internacionalista, pero que a la vez ha sido ajustada de manera inteligente y
exitosa en diferentes momentos a las condiciones cambiantes del sistema
internacional, obteniendo resultados impresionantes y muy por encima de lo que
se hubiera podido esperar a partir de la simple consideración de los recursos
de poder tangibles a disposición de Cuba, siempre muy limitados.
Pero
esto, por sí solo, no explica el giro decidido por el gobierno de Obama. Para
ello, además, fue necesaria la concurrencia de cuatro condiciones que lo
hicieron posible y que consideraremos a continuación de manera sucinta, sin
pretender una relación exhaustiva.
En
primer lugar, se ha producido un cambio fundamental en la correlación de fuerzas
con respecto al orden internacional que emergió tras el fin de la Segunda
Guerra Mundial. Según los datos más recientes del Fondo Monetario
Internacional, si se miden de manera ajustada al poder adquisitivo de la moneda
de cada país, el producto interno bruto norteamericano ha sido ya superado por
el de China. Ello no significa que los Estados Unidos no sigan siendo la única
superpotencia mundial, ya que a nivel internacional todavía no existe un
contrapeso efectivo a su superioridad general resultante de la combinación de
sus recursos militares, políticos, ideológicos, económicos, científico-tecnológicos
y culturales. Sin embargo, cada vez se hace más evidente que ya no puede
imponer sus designios en el mundo como lo hacía antaño. En su todavía vigente
Estrategia de Seguridad Nacional, publicada en 2010, se ratifica de manera
diáfana la vocación hegemónica de los Estados Unidos al punto de que, siendo un
documento de 60 páginas, el vocablo «liderazgo» (u otros derivados del mismo)
es empleado eufemísticamente 71 veces, en referencia al papel que, de modo
supuestamente ineludible y providencial, le correspondería desempeñar a este
país en el mundo (cfr. The White House: National
Security Strategy, Washington, D.C., 2010). Pero si los Estados Unidos aspiran
seriamente a conservar tal liderazgo tendrán que prestar cada vez más atención
a las percepciones internacionales y a la imagen proyectada por su
comportamiento en el mundo. La obsesión por imponer su voluntad y castigar a un
país vecino pequeño e internacionalmente muy reconocido, y el rechazo
prácticamente unánime a su política de bloqueo, reiterado cada año en la
Asamblea General de las Naciones Unidas, no contribuyen precisamente a tal
empeño.
En
segundo lugar, América Latina y el Caribe también ha cambiado mucho y para
bien. Con gobiernos de muy variado perfil político e ideológico y movimientos
sociales con mucha mayor capacidad de movilización, en la actualidad la región es
el escenario de múltiples esfuerzos de concertación, cooperación e integración
que conllevan la reafirmación de una postura de mayor autonomía y de defensa de
los intereses propios, evitando alineamientos externos injustificados y
rechazando el servilismo que predominaba en el pasado. Desde la década de los
setenta y sumándose a México, varios países latinoamericanos y caribeños comenzaron
un proceso para normalizar las relaciones con Cuba y acogerla nuevamente en los
mecanismos de concertación y cooperación regionales, el cual se aceleró y
profundizó extraordinariamente a partir del nuevo ciclo en las relaciones
interamericanas iniciado en diciembre de 1998, con la primera victoria
electoral de Hugo Chávez en Venezuela. Este retorno de Cuba a los procesos
multilaterales de la región se vio coronado con la concertación de una posición
unánime de América Latina y el Caribe de rechazo a la política norteamericana
de bloqueo y de hostilidad contra Cuba, acompañada de una demanda colectiva
para su participación en las cumbres de jefes de Estado y de Gobierno del
hemisferio, de las que había sido rutinariamente excluida desde su primera
edición en 1994, en la ciudad de Miami.
En
tercer lugar, Los Estados Unidos también cambiaron. La elección por primera vez
de un presidente negro fue un hecho realmente extraordinario, cuyo significado no
se limita a lo simbólico ni a la cuestión racial en ese país, pues tiene que
ver también con los procesos sociopolíticos más profundos en desarrollo al
interior de ese país. Como parte de eso, dentro de su clase dirigente se van
abriendo paso, aunque con muchas dificultades, las fuerzas y voces que abogan
por una conducción más realista de la política exterior norteamericana y que alertan
sobre la necesidad de que esta tienda a ajustarse a los verdaderos intereses
vitales y a los recursos del país, así como a las restricciones externas cada
vez mayores que tendrá que enfrentar a partir de la emergencia de otros centros
de poder en el mundo. Esta incipiente tendencia incluso ha tenido expresión,
aunque de manera contradictoria, en el pensamiento político del propio Obama -en
la medida en que ese pensamiento puede discernirse a partir del análisis de sus
discursos y declaraciones- y en el de algunos de los funcionarios más
prominentes de su gabinete, como el secretario de Estado John Kerry y el
saliente secretario de Defensa, Chuck Hagel. Es así que, a pesar del hecho de
que su gobierno ha dado continuidad e incluso ha ampliado el alcance de algunas
de las políticas más reprobables establecidas por el gobierno predecesor de
George W. Bush -como las ejecuciones sumarias y extrajudiciales mediante los
ataques con drones que incluyen a incontables víctimas inocentes-, al mismo
tiempo ha buscado poner fin a la práctica de la tortura y a la infame prisión de
los Estados Unidos en la Base Naval de Guantánamo, situada en territorio de
Cuba indebidamente ocupado.
Por
último, y no por ello es un factor menos importante que los antes mencionados,
Cuba también cambió y seguirá cambiando. Puede afirmarse que la economía ha
sido históricamente la gran asignatura pendiente del proceso revolucionario
cubano, lo cual ha estado determinado en buena medida –si bien no de manera
exclusiva- por el prolongado y abarcador bloqueo económico y financiero
impuesto por los Estados Unidos contra el país. Por eso no es casual que los
temas económicos hayan ocupado el centro de la atención de las autoridades
cubanas durante la última década. El proceso de reformas en curso busca colocar
a la economía en un nivel de eficiencia que permita satisfacer las necesidades
de su población y sostener los tremendos logros alcanzados en materia de
justicia social, expresados principalmente en el acceso universal y gratuito a
la salud y la educación, una quimera para miles de millones de personas en todo
el mundo. Por otra parte, la reforma de la política migratoria en vigor desde
el 2013 y la nueva legislación sobre la inversión extranjera aprobada el pasado
año también han tenido un indudable impacto en la conformación de una situación
mucho más favorable alrededor de Cuba, potenciando su privilegiada posición geográfica
y las posibilidades de intensificar los proyectos conjuntos y las asociaciones
con actores externos regionales y extrarregionales.
En
resumidas cuentas, con la política de bloqueo económico y de subversión
política contra Cuba, los Estados Unidos solo han perjudicado sus propios
intereses al deteriorar su imagen internacional, mantener un factor de
irritación y de divergencia en sus relaciones con América Latina y el Caribe, y
automarginarse de las oportunidades económicas que abre el actual proceso de
cambios en Cuba. Y si bien tales oportunidades pudieran parecer pequeñas en
términos absolutos para un país de las dimensiones de los Estados Unidos, su
valor relativo se acrecienta en la medida en que se va configurando un entorno
mundial cada vez más competitivo. Por todas estas razones y seguramente algunas
otras, el gobierno de Obama, de manera realista e inteligente, optó por el
restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Cuba.
Roberto M. Yepe Papastamatin es profesor
e investigador en el Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos de
la Universidad de La Habana.
Este
artículo contiene las opiniones personales de su autor y no representa necesariamente
el punto de vista de la institución a la que pertenece.
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