La política de los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe: meditaciones para la conformación de un marco explicativo
Roberto M. Yepe Papastamatin
Profesor e investigador
Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos
Universidad de La Habana
«El imperialismo necesita asegurar su retaguardia».
Ernesto Che Guevara[1]
La política exterior norteamericana atraviesa
un proceso de evolución y ajuste a las condiciones cambiantes y particularmente
complejas del sistema internacional de las primeras décadas del siglo
veintiuno. Esto se manifiesta en el debate en curso en los sectores político,
militar y académico de ese país en torno a dos cuestiones claves e
interrelacionadas: la posición presente y futura de los Estados Unidos dentro
la correlación internacional de fuerzas, y el papel que debería desempeñar en
el mundo.[2]
Los Estados Unidos siguen siendo la única
superpotencia mundial, dado que a nivel internacional todavía no existe un
contrapeso efectivo a su superioridad general resultante de la combinación de
sus recursos militares, políticos, ideológicos, económicos y
científico-tecnológicos. Partiendo de esa circunstancia, la política exterior
norteamericana desempeña una doble función: por un lado, en tanto actividad de
un Estado nacional, y al igual que la de cualquier otro país, busca garantizar
los intereses y alcanzar los objetivos definidos por su clase dominante en el
ámbito externo; por el otro, en tanto actividad del Estado central y más
poderoso del sistema capitalista mundial en su estadio imperialista, tiene la
misión fundamental de preservar, consolidar y ampliar las estructuras
hegemónicas y de dominación propias de dicho sistema y establecidas a escala
planetaria.
Pese a la rapidez con la que, en términos
históricos, han emergido nuevos centros de poder en varias regiones del mundo,
todavía ninguno de ellos puede equipararse con los Estados Unidos en cuanto a
la capacidad para desplegar acciones y ejercer influencia a escala global,
aunque esta supremacía tiene límites cada vez más visibles y enfrenta la
intensificación de desafíos competitivos por parte de otros actores en
determinados ámbitos geográficos y temáticos. Dentro de las principales
potencias, la nación norteamericana es la única con posibilidades de atender y
enfrentar situaciones complejas y simultáneas en los más recónditos rincones
del planeta[3]
-si bien el resultado de sus políticas y de sus acciones con respecto a los
objetivos pretendidos merecería una valoración aparte y casuística-. De hecho,
grandes potencias como Rusia, China y la India ni siquiera gozan de una
situación consolidada o segura en términos estratégicos en su propio entorno
geográfico e incluso, en importantes aspectos, son competidoras entre sí.
Además, enfrentan problemas y procesos internos tan o más graves que los de los
Estados Unidos y ninguna de ellas, al menos por el momento, pareciera tener
interés en adoptar una posición abiertamente revisionista o plantear una
alternativa radical respecto a los aspectos esenciales de las principales
instituciones internacionales[4]
promovidas y establecidas históricamente bajo el auspicio norteamericano en el
período posterior a la Segunda Guerra Mundial.[5]
Lo anterior no significa que la posición
internacional presente y futura de los Estados Unidos no plantee significativas
interrogantes. El debate dentro de su élite[6]
gobernante sobre la conducción estratégica de la política exterior del país
responde en buena medida a una inocultable ansiedad sobre el futuro, a partir
de las crecientes dificultades enfrentadas durante la última década para
alcanzar sus objetivos externos, ya sean de naturaleza militar, política o
económica, así como de la percepción bastante extendida en cuanto a la manera
relativamente rápida en la que estaría variando la distribución del poder entre
las principales potencias y las distintas regiones del planeta, conformándose
lo que muchos especialistas e instituciones de estudios estratégicos han
descrito como un mundo “postnorteamericano” o “postoccidental”.[7]
En este contexto, se renueva la vieja
discusión sobre la “declinación” del poder relativo de los Estados Unidos[8],
fenómeno percibido sobre todo –aunque no únicamente- a partir de la evolución
de determinadas variables económicas, como la tendencia decreciente de la
participación norteamericana en el producto bruto mundial y ciertas señales
hacia una menor utilización del dólar en las transacciones económicas
internacionales. Si a lo anterior se suma la incapacidad mostrada por el
sistema político de ese país durante el período post bipolar para alcanzar un
consenso en materia de política exterior con un grado de coherencia y
consistencia similar al alcanzado después de la Segunda Guerra Mundial, se hace
comprensible entonces que este sea uno de los temas centrales dentro del debate
más amplio sobre el futuro de la nación que se desarrolla al interior de su
élite dirigente y, particularmente, dentro del sector especializado en los
temas internacionales, ante la visible erosión del diseño estratégico
hegemónico mundial revigorizado durante la pos Guerra Fría.
Al igual que ha ocurrido en el pasado, los
efectos y eventuales resultados que se deriven de este proceso de reajuste
tendrán importantes repercusiones en todo el mundo. En la actualidad, es
probable que los Estados Unidos y China sean las únicas naciones con capacidad
propia suficiente para influir e impactar en la dinámica de procesos
internacionales de manera tan o más intensa que lo que dichos procesos pueden
influir o impactar en la dinámica interna de sus respectivas sociedades. En
cualquier caso, de lo que no cabe ninguna duda es que las decisiones
estratégicas adoptadas por los Estados Unidos en los planos económico, político
o militar suelen tener implicaciones profundas y duraderas en las regiones del
mundo a las que están destinadas.
En tal sentido, la estrategia desarrollada por
los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe, sumada a los efectos de
los colonialismos y los imperialismos europeos, ha sido históricamente un
factor clave y a menudo determinante del devenir de las naciones que pertenecen
a esta región geográfica, a tal punto que puede identificarse con seguridad
como una de las principales causas explicativas de la frustración de los
ideales y proyectos unitarios impulsados en su momento por los próceres de la
independencia latinoamericana y caribeña. Como expresara de manera sintética
Fidel Castro, reflejando tal frustración histórica: «Todo nos une más que a
Europa o a los propios Estados Unidos, excepto la falta de independencia que
nos han impuesto durante 200 años.»[9]
Los procesos emancipadores en nuestra región
atraviesan en estos momentos una coyuntura histórica esperanzadora y
cualitativamente diferente a la que prevaleció durante las últimas décadas del
pasado siglo, si bien deben enfrentar situaciones muy complejas y fuerzas
poderosas empeñadas en preservar y ampliar el alcance del orden neoliberal
establecido y arraigado en casi todo el continente durante los decenios de los
ochenta y los noventa. La resistencia de la Revolución Cubana tras la desaparición
de la Unión Soviética; el auge de los movimientos sociales y las luchas
populares y antineoliberales a lo largo y ancho del subcontinente; el acceso al
gobierno en un número significativo de países de fuerzas políticas
revolucionarias o reformistas orientadas a satisfacer las demandas de las
grandes mayorías históricamente preteridas y a potenciar en lo externo mayores
niveles de autonomía e integración a nivel regional; y el fracaso del proyecto
del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) en su modalidad multilateral
son algunos de las principales circunstancias convergentes que han permitido la
conformación de esta nueva situación y han propiciado el desarrollo de procesos
concertacionistas, cooperativos y unitarios de nuevo tipo como la Alianza Bolivariana
para los Pueblos de Nuestra América - Tratado de Comercio de los Pueblos
(ALBA-TCP), así como otros de mayor alcance geográfico y complejidad política e
institucional como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC)
y la Unión Suramericana de Naciones (UNASUR).
Frente a estos procesos promisorios se alza el
sistema de dominación imperialista de los Estados Unidos sobre el resto del
continente, construido a partir de una estrategia integral y con un notable nivel
de continuidad en lo esencial, más allá de los cambios y las contradicciones
observables en las políticas, los instrumentos y los recursos discursivos e
ideológicos específicos utilizados por los sucesivos gobiernos norteamericanos
a lo largo de la historia. Se trata de un sistema basado en asimetrías de poder
abismales en las más diversas dimensiones, en mecanismos de dependencia
económica y tecnológica sólidamente establecidos y reproducibles a una escala
ampliada, así como en procesos de colonización mental y sometimiento ideológico
que se imponen mediante la amplia difusión y el gran poder de seducción del
modo de vida y de la cultura popular de los Estados Unidos en muy amplios
segmentos poblacionales.
La posibilidad de la unión latinoamericana y
caribeña está indisolublemente ligada al enfrentamiento y al definitivo
desmontaje de dicho sistema de dominación. En tan desafiante y difícil proceso,
es fundamental alcanzar el conocimiento más preciso posible de la estrategia
norteamericana hacia nuestra región, sin simplificaciones y buscando
comprenderla en toda su complejidad.
Retornando a las visiones
clásicas: el encuentro entre la teoría leninista del imperialismo y el realismo
político.
La política exterior, como actividad inherente
a todos los Estados que conforman el sistema internacional, ha tratado de ser
explicada mediante diversos modelos conceptuales.
A partir de una noción abarcadora y simple,
podría concebirse como «la totalidad del comportamiento externo de un Estado
hacia otros Estados y actores no estatales».[10]
Por su parte, Roberto González Gómez, eminente
profesor y politólogo cubano, la definía como la «actividad de un Estado en sus
relaciones con otros Estados, en el plano internacional, buscando la
realización de los objetivos exteriores que determinan los intereses de la
clase dominante en un momento o período determinado».[11]
Subrayaba así el carácter clasista de toda política exterior, aspecto esencial
usualmente omitido en los textos científicos especializados sobre la política
internacional, en los que, aunque con notables excepciones, existe un dominio
abrumador de los enfoques desarrollados por autores norteamericanos y europeos
no marxistas. De esta manera, identificaba la relación causal más profunda que,
en última instancia, explica la política exterior de los Estados, pero al mismo
tiempo advertía contra la adopción de un enfoque simplificador y mecanicista
que desconociera la mediación de otras variables, al aseverar:
El marxismo permite, por tanto, una explicación de
la política exterior a través de un enfoque sistémico, que atiende a la
totalidad organizada que representa una formación económico-social, y distingue
la acción del factor determinante de las variables que, sobre esa base, pueden
en determinado momento tener un peso específico decisivo. […] La política
exterior tiene el mismo fundamento que la interior, los intereses de la clase
dominante en el Estado, que se manifiestan en el ámbito internacional con
características esencialmente similares, aunque ciertamente con las
especificidades de este medio, en el que hay que contar en primer término con
la oposición levantada por los intereses de otras clases dominantes en sus
Estados respectivos. La política exterior resulta, en cierto sentido, una
función de la interior, pero actúa en un medio diferente, el sistema de
relaciones internacionales, caracterizado por la ausencia de una autoridad
central por encima de los Estados, y donde la voluntad de una clase dominante
se ve limitada por fuerzas poderosas. […] En esta interrelación dialéctica entre
la política exterior y la interior, la primera no resulta solo una mecánica
continuación de la segunda, sino que a su vez reacciona sobre ella, determina
en ocasiones, cambios o trasformaciones sustanciales del proceso político
interno. En sentido general, puede afirmarse que en un mundo interdependiente
como el actual, no solo la política exterior que sigue un Estado, sino la
dinámica propia de las relaciones internacionales repercute con fuerza especial
en el interior de cada Estado, y al propio tiempo, la dinámica interna de
algunos Estados de gran significación, tiene profunda repercusión e influjo en
la escena internacional.[12]
En el camino hacia esa visión sistémica es
imprescindible tener en cuenta y profundizar en los aportes provenientes de
varios autores que, aunque desconocen la esencia clasista de la política
exterior, han contribuido decisivamente en el desarrollo teórico de la
disciplina de las relaciones internacionales, sobre todo en los campos más
específicos de la política internacional y de la política exterior de los
Estados. La incorporación de estos aportes dentro de una cosmovisión marxista
parecería fundamental para el ulterior avance de las relaciones internacionales
como disciplina científica y para potenciar la capacidad explicativa de los
modelos conceptuales propios de la misma. Además, de manera específica, tal
postura ecléctica sería particularmente relevante para lograr una mejor
comprensión de la política exterior norteamericana. Sin pretender aquí una
relación exhaustiva, que sería excesivamente extensa, en este proceso habría
que considerar a autores como Hans J. Morgenthau, Karl W. Deutsch, Kenneth N.
Waltz, Robert O. Keohane, Stanley Hoffmann, Joseph S. Nye, Samuel P.
Huntington, John J. Mearsheimer, y James N. Rosenau.[13]
En tal sentido, el propio Roberto González, en
un ensayo publicado en 1993[14],
expuso la necesidad de intentar la elaboración de un nuevo paradigma
interpretativo de las relaciones internacionales que permitiera enfrentar el
dominio casi absoluto ejercido en esta disciplina por las concepciones y
escuelas de pensamiento provenientes de los principales centros de poder. Para
ello, sugería integrar los mejores aportes de los paradigmas realista,
idealista e interdependentista[15],
al tiempo que reivindicaba la vigencia del enfoque marxista y de la teoría de
la dependencia en el estudio del fenómeno del imperialismo, cuya sola
enunciación en el discurso político y la reflexión académica, en aquellos años
de ensueño para los promotores del dogma neoliberal, solía ser considerado como
un anacronismo.
Esta propuesta planteaba entonces y sigue
planteando en la actualidad un enorme desafío intelectual, en la medida en que
los paradigmas teóricos, en cualquier disciplina, son presupuestos o postulados
fundamentales con los que se pretende simplificar una realidad compleja con el
objetivo de explicarla, y al constituir conjuntos o sistemas de creencias
armónicos y autosuficientes, resulta extremadamente difícil, por no decir
imposible, separar o tomar elementos de cada uno de ellos para integrarlos en
una especie de superparadigma que permita dar cuenta de las respectivas
limitaciones o insuficiencias que presentan sus distintas fuentes teóricas por
separado.
Sin embargo, sí parecería posible y
conveniente trabajar en la identificación de puntos de contacto y de la posible
complementariedad entre la teoría marxista del imperialismo, particularmente en
su versión leninista, y la teoría realista de la política internacional,
especialmente en su desarrollo neorrealista, para avanzar en la investigación
de la política exterior de los estados. Incluso eventualmente se podría aspirar
a lograr una síntesis teórica entre ambas corrientes de pensamiento, dado que
una vez superada la falta de reconocimiento del carácter esencialmente clasista
de la política exterior de los Estados -propia del realismo-, sus principales
elaboraciones teóricas pudieran ser armonizables con una cosmovisión marxista
de la política internacional.
Un esfuerzo de ese tipo podría ser
particularmente relevante para el estudio riguroso de la política de Estados
Unidos hacia América Latina y el Caribe.
La teoría leninista del imperialismo sigue
siendo una base indispensable para la comprensión de la política exterior de
cualquier estado imperialista. Sus definiciones en torno a que al imperialismo
le «es sustancial la rivalidad de varias grandes potencias en sus aspiraciones
a la hegemonía»[16]
y el reparto económico y político del mundo en esferas de influencia
fundamentado en la fuerza económica general, financiera y militar de quienes
participan en ese reparto[17],
lo que genera «formas variadas de países dependientes que desde un punto de
vista formal gozan de independencia política, pero que en realidad se hallan
envueltos en las redes de la dependencia financiera y diplomática»[18]
y «pasan a ser eslabones en la cadena de operaciones del capital financiero
mundial»[19];
así como sus nociones sobre la correlación internacional de fuerzas y su
naturaleza cambiante, como resultado del desarrollo desigual entre los
distintos países, incluidos los más poderosos[20],
de que «la 'unión personal' de los bancos y la industria se completa con la
'unión personal' de unas y otras sociedades con el gobierno[21];
y de que el imperialismo «en el aspecto político es, en general, una tendencia
a la violencia y a la reacción»[22],
mantienen, en lo esencial, una extraordinaria vigencia y resultan plenamente
aplicables al estudio de la política exterior contemporánea de los Estados
Unidos.
Pero si bien la teoría leninista del
imperialismo establece un marco conceptual básico y general, no es suficiente
para el estudio especializado de la política exterior de los estados, sobre
todo para comprender o interpretar sus variaciones en el tiempo, entre otras
razones, porque este fenómeno no era su centro de atención específico.
De ahí la necesidad de que los investigadores
marxistas, al intentar explicar y pronosticar un fenómeno tan complejo como la
política exterior norteamericana, incorporen y se apropien de aquellos aportes
valiosos provenientes de otras escuelas de pensamiento existentes en los campos
de la política internacional y de la política exterior, particularmente del
realismo político y en especial, dentro de este, de su desarrollo neorrealista.
La preferencia por la perspectiva realista, en lugar de otras, obedece a que
sus mejores exponentes son los que han logrado desarrollar un aparato
conceptual más sofisticado y adecuado para el estudio de la política exterior
de las grandes potencias, en general, y la de los Estados Unidos, en
particular.
Desde posiciones de izquierda ha prevalecido
una postura de desencuentro y rechazo hacia el realismo político, a partir de
que las elaboraciones teóricas procedentes de esta escuela de pensamiento
históricamente han tendido a legitimar la estrategia de supremacía global
desarrollada por los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. Es
preciso reconocer, sin embargo, que en ocasiones tal actitud ha sido reforzada
por el desconocimiento o por una lectura muy parcial o sesgada de las
principales obras del realismo[23],
además de que tampoco se suele tomar en cuenta la diversidad de posiciones
políticas e ideológicas existentes en su interior. Obviamente, todo
investigador de la escuela realista tiene como centro de atención la política
exterior del estado al que sirve –usualmente una gran potencia-, y busca
orientarla según lo que considera como sus mejores intereses y de acuerdo a los
valores políticos e ideológicos que defiende y representa. Pero, teniendo
conciencia de lo anterior, es necesario también reconocer que el realismo ha
desarrollado todo un cuerpo teórico especializado en los campos de la política
internacional y de la política exterior que no tiene alternativas a su misma
altura, y que puede ser apropiado desde la perspectiva y en función de los
intereses y proyectos políticos de los países «periféricos».
Además, debe tenerse presente que una buena
parte de las críticas más demoledoras y mejor argumentadas contra las
concepciones mesiánicas y relativas al «excepcionalismo norteamericano» -que tanto
peso han tenido en la legitimación del expansionismo y el intervencionismo de
la política exterior de los Estados Unidos a lo largo de la historia- han
provenido precisamente de teóricos realistas. Esto se comprende mejor si se
examina uno los principales postulados de esta corriente de pensamiento,
expuesto por Hans Morgenthau y, con seguridad, totalmente desconocido por un presidente como George W. Bush:
El realismo político se niega a identificar las
aspiraciones morales de una nación en particular con los preceptos morales que
gobiernan el universo. Del mismo modo que establece la diferencia entre verdad
y opinión, también discierne entre verdad e idolatría. Todas las naciones se
sienten tentadas –y pocas han sido capaces de resistir la tentación durante
mucho tiempo- de encubrir sus propios actos y aspiraciones con los propósitos
morales universales. Una cosa es saber que las naciones están sujetas a la ley
moral y otra muy distinta pretender saber qué es el bien y el mal en las
relaciones entre las naciones. Hay una enorme diferencia entre la creencia de
que todas las naciones se someten al inescrutable juicio de Dios y la
convicción blasfema de que Dios siempre está del lado de uno y de que los
deseos propios coinciden exactamente con los deseos de Dios.[24]
Por su parte, en una entrevista concedida en
febrero de 2003, Kenneth Waltz, teórico fundador de la corriente neorrealista,
refutó duramente toda la argumentación que propagaba entonces el gobierno
norteamericano para justificar la invasión a Irak, e interrogado sobre cuál
sería el mayor peligro derivado de la enormidad del poder unipolar de los
Estados Unidos, según se apreciaba en ese momento, hizo la siguiente reflexión,
que vale la pena reproducir in extenso:
El mayor peligro fue muy bien descrito por un
clérigo francés, fallecido en 1713, que fue también un consejero de los
gobernantes, quien dijo: nunca he conocido un país con un poder abrumador que
haya actuado con autocontrol y moderación por más que un corto período de
tiempo. Y hemos visto esto una y otra vez. Ello ilustra bien cómo los Estados
no logran aprender de la historia, de las experiencias de otros países. Una y
otra vez, los países que disponen de un poder abrumador, como ahora disponemos
nosotros, han abusado de su poder. La característica fundamental de un mundo
unipolar es que no existen equilibrios y contrapesos contra ese poder, y por
eso es libre de actuar a su gusto. Al existir restricciones externas muy
menores y débiles, todo depende de la política interna del país en cuestión.
Ahora, es posible, por supuesto, imaginar que la política interna pueda ser una
restricción. Se supone que los equilibrios y contrapesos funcionan en los
Estados Unidos; es algo arraigado en nuestro pensamiento. Pero, en realidad, no
funcionan muy bien o, al menos en mi opinión, no están funcionando muy bien.
Ellos no colocan restricciones efectivas a lo que el gobierno puede hacer en el
exterior. No colocan restricciones efectivas sobre cuánto gastamos en nuestras
fuerzas armadas. [...] ¿Para qué queremos toda esa fuerza militar? Otros países
están obligados a hacer esa pregunta. Ellos efectivamente hacen esa pregunta. Y
ellos se preocupan sobre eso porque se puede abusar del poder muy fácilmente.
[...] Al final, el poder equilibrará al poder, y no hay ninguna duda de que los
chinos están muy incómodos con el grado con el que los Estados Unidos dominan
el mundo militarmente. Con esto no quiero dar a entender que esto no molesta a
otros países también. Pero China, si mantiene su cohesión política, sus capacidades
políticas, tendrá a su debido tiempo los medios económicos y tecnológicos para
competir.[25]
Más recientemente, el profesor norteamericano Stephen
M. Walt se ha consolidado como uno de los intelectuales más interesantes y
audaces dentro del sector académico especializado en las relaciones
internacionales, con agudas críticas sobre la ideología neoconservadora e
intervencionista, y desmitificando el «excepcionalismo norteamericano» y varios
de los principales convencionalismos de la política exterior de los Estados
Unidos.[26]
Por otro lado, parecería alcanzable una
superación del realismo político en cuanto a su negación o desconocimiento de
la esencia clasista de la política exterior de los Estados, que es su principal
insuficiencia, por la vía de su integración dentro de una cosmovisión marxista,
de modo general, y leninista, de manera particular, en lo que tiene que ver con
las interacciones entre los Estados en las condiciones del imperialismo.
El carácter aclasista del realismo se
manifiesta especialmente en conceptos claves como el del «interés nacional», la
«seguridad nacional» y el Estado, entendido este último como un actor racional
y unitario. Sin embargo, se debe reconocer que en los tres casos se trata de
nociones consagradas por su amplio uso en la teoría de la política
internacional y que resultan útiles y válidas siempre que se tenga claridad de
que constituyen abstracciones cuyas definiciones histórico-concretas son
impuestas a toda la sociedad por la clase dominante.
Los puntos de contacto entre la teoría
leninista del imperialismo y el realismo son notables. Ambas perspectivas, al
analizar la política internacional, son estado-céntricas[27]
y le conceden la debida importancia a la correlación internacional de fuerzas
(o distribución relativa del poder) entre las principales potencias, así como a
los condicionamientos, presiones y restricciones que esto impone a la política
exterior de los Estados y a las interacciones entre ellos.
Las respectivas visiones leninista y realista
de la política internacional parten de un tronco común, la venerable tradición
clásica que hunde sus antecedentes en la Antigüedad, con Sun Tzu, Tucídides y
Cautilya, pasando posteriormente por Maquiavelo, Hobbes y Clausewitz, en un
permanente contrapunteo con la tradición idealista -también muy respetable-, que
ha sido una marca distintiva de la historia del pensamiento político
internacional.
El realismo político es evidente en las
concepciones de Lenin sobre el papel del Estado, así como en su visión sobre
las relaciones internacionales de la época y en las muy duras decisiones que
debió tomar como estadista. Por otro lado, el poder predictivo de su teoría
sobre el imperialismo se reveló de manera impresionante y particularmente
trágica con el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial. El hecho de que la
configuración bipolar del sistema internacional prevaleciente durante la Guerra
Fría y, sobre todo, el apocalíptico poder destructivo de las nuevas armas
nucleares hayan prevenido la ocurrencia de un nuevo conflicto bélico directo y
masivo entre las principales potencias, no invalida la convicción leninista en
cuanto a la inevitabilidad de las pugnas y la competencia entre las principales
potencias imperialistas, expresadas ahora en dimensiones y contextos no
bélicos. Y si bien dichas rivalidades no prevalecieron sobre los elementos de
cooperación inter-imperialista durante la Guerra Fría, ni tampoco lo han hecho
en el período de supremacía norteamericana que le ha sucedido, la eventual
conformación de un sistema multipolar a mediano y largo plazos podría generar
condiciones que estimulen una dinámica esencialmente diferente, con predominio
del conflicto entre las principales potencias.
Por otra parte, no fue algo
casual que Kenneth Waltz, en su obra fundadora del neorrealismo, haya dedicado
un importante espacio a las teorías del imperialismo de Hobson y de Lenin.
Aunque su intención haya sido invalidar sus respectivas concepciones como
teorías de la política internacional[28],
es elocuente el hecho de que haya partido de ellos, así como de otros autores
posteriores con formación o influencia marxista, para exponer su propia teoría.
Un proceso de acercamiento y complementariedad
entre la teoría leninista del imperialismo (en particular la visión de la
política internacional que de ella se deriva), y el aparato conceptual del
realismo, tendría implicaciones prácticas de gran importancia para el estudio
de la política norteamericana hacia América Latina y el Caribe. Podría ser muy
útil, por ejemplo, para resistir la fuerte tentación de atribuir un carácter
especialmente perverso a la élite dirigente de los Estados Unidos y a sus
motivaciones de política exterior, y a personificar dicha política en sus
presidentes, sea este un George W. Bush o un Barack Obama, lo que conduce a descuidar
o desviar la atención de los factores esenciales y sistémicos que determinan la
proyección imperialista de ese Estado. De esta forma, además, honraríamos la
conocida sentencia martiana: «Es preciso que se sepa en nuestra América la
verdad de los Estados Unidos. Ni se debe exagerar sus faltas de propósito, por
el prurito de negarles toda virtud, ni se ha de esconder sus faltas, o
pregonarlas como virtudes».[29]
Sin dudas la política de los Estados Unidos
hacia América Latina y el Caribe ha estado cargada de una gran perversidad, que
ha causado cientos de miles de víctimas directas y posiblemente millones de
víctimas indirectas.[30] Y, más allá de esta región, se trata del
único Estado que ha utilizado la bomba atómica premeditadamente contra la
población civil en grandes centros urbanos. Pero si, en lugar de los Estados
Unidos, los latinoamericanos y caribeños hubieran tenido en el norte otra
nación con un poder enorme sin contrapeso, probablemente la política de dicha
potencia hacia los países situados al sur de su frontera no hubiera sido muy
diferente. Obviamente, esta es una conjetura hipotética imposible de demostrar
empíricamente de manera directa, pero la historia ofrece importantes pistas en
ese sentido. No debe olvidarse, por ejemplo, el origen francés de los métodos
de represión y tortura aplicados de manera tan profusa en un significativo
número de países latinoamericanos y caribeños, así como el amplio expediente
histórico de crímenes y atrocidades cometidos en todo el mundo y en diferentes
momentos históricos por el imperialismo inglés, el francés, el alemán y el
japonés, entre otros.[31]
En nuestros días, la similitud entre las respectivas políticas exteriores de
las potencias centrales se observa de manera notable en la alianza tácita entre
los Estados Unidos y sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico
Norte (OTAN) con respecto a la mayor parte de los asuntos estratégicos que
tienen que ver con América Latina y el Caribe.
Tanto la teoría leninista del imperialismo
como el realismo enfatizan los condicionamientos sistémicos de la política
exterior de los Estados, lo cual muchas veces es obviado o relegado por los
analistas y los comentaristas de temas internacionales.
Tal falencia, por ejemplo, se manifiesta de
manera intensa en vísperas de las elecciones presidenciales norteamericanas, en
la extendida ansiedad con la que en todo el mundo y en los países
latinoamericanos y caribeños, en particular, muchos dirigentes políticos,
funcionarios gubernamentales, analistas y el público en general aguardan los
resultados de dichos comicios, con la esperanza o el deseo de que triunfe la
figura que supuestamente, en lo internacional, será más dialogante, cooperativa
y multilateralista, condiciones usualmente asociadas al candidato demócrata.
Pareciera así que se parte de la premisa de que es posible un cambio esencial o
fundamental, en un sentido positivo, de la política hacia América Latina y el
Caribe, aunque no cambien las condicionantes sistémicas derivadas de la
naturaleza imperialista del Estado norteamericano y de la correlación
internacional de fuerzas existente.
Este planteamiento en modo alguno implica una
negación de las apreciables diferencias que han existido entre los sucesivos
dirigentes, estrategas, ideólogos, fuerzas políticas y grupos de poder que han
prevalecido en la conducción de la política exterior de los Estados Unidos en
los sucesivos ciclos históricos, ni que esas diferencias no tengan importancia.
Dentro del marco general de la misma estrategia imperialista, para América Latina
y el Caribe no significó lo mismo la política desarrollada durante el gobierno
de Woodrow Wilson que la desarrollada durante el gobierno de Franklin Delano
Roosevelt, ambos demócratas, así como no fueron tampoco iguales los
presupuestos ideológicos y la política desarrollada por el gobierno demócrata
de James Carter que los del gobierno republicano de Ronald Reagan. Las
decisiones tomadas o dejadas de tomar por los presidentes y otras autoridades norteamericanas
pueden determinar el curso de los acontecimientos de manera decisiva, con
implicaciones prácticas que se pueden medir incluso en términos de innumerables
vidas humanas perdidas o gravemente afectadas. Estas decisiones, a su vez,
están condicionadas por los respectivos sistemas de creencias, valores y
visiones del mundo (y del papel de los Estados Unidos en el mismo) sustentados
por estos dirigentes y funcionarios.
Uno de los presupuestos fundamentales que se
puede compartir tanto desde un enfoque marxista como de uno realista es que la
política de los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe ha estado
históricamente condicionada, de manera decisiva, por las enormes diferencias de
poder (considerado este en sus múltiples dimensiones) existentes entre ambas
partes.
Este aspecto ha sido enfatizado por un gran
número de autores, entre los cuales merecen destacarse el británico Gordon
Connell-Smith, el norteamericano Lars Schoultz y el brasileño Samuel Pinheiro
Guimarães, en todos los casos con obras que ya constituyen verdaderos clásicos
y que contienen otras aportaciones conceptuales de gran relevancia para la
conformación de un marco explicativo más acabado de la política latinoamericana
y caribeña de los Estados Unidos.[32]
Así, para el británico Gordon Connell-Smith:
«Por encima de todo, lo que diferencia a los Estados Unidos de la América
Latina es la desigualdad de poder que hay entre ambos. Los Estados Unidos
siempre han sido incomparablemente más poderosos que cualquiera de las demás
naciones de América. […] Esta posición dominante de los Estados Unidos […] es
el factor determinante en las relaciones interamericanas».[33]
Pero más allá de las obvias asimetrías en
cuanto al poderío de ambas partes, existen otros factores de gran importancia
que deben ser considerados para poder explicar el devenir de la política
norteamericana hacia la región en sus continuidades, variaciones, ciclos y
contradicciones. En primer lugar, habría que tener en cuenta sus motivaciones,
conformadas por el conjunto de intereses militares, políticos y económicos con
respecto a nuestra región, según han sido definidos en cada momento por la
élite dirigente de ese país, mediante un complejo proceso de interpretación y
representación de los intereses y objetivos de la clase dominante, pero que son
presentados como demandas imperativas de la sociedad norteamericana en su
conjunto y de sus aliados externos mediante las prácticas doctrinarias y
discursivas, y los sofisticados mecanismos comunicacionales y de influencia
ideológica al servicio del sistema de dominación.
Otros factores a considerar son la cultura
política prevaleciente en la sociedad norteamericana en cada período histórico
y, en ese contexto, las visiones ideológicas y otros rasgos característicos de
sus dirigentes en la conducción de los asuntos internacionales, los cuales
resultan particularmente relevantes para explicar las variaciones
identificables en diferentes ciclos y coyunturas políticas, fundamentalmente en
cuanto a los métodos, los instrumentos y los estilos empleados dentro de un
mismo proyecto hegemónico perdurable en el tiempo. Al respecto, el profesor e
investigador cubano Jorge Hernández Martínez, en una investigación publicada en
1989, dedicaba especial atención a los enfoques ideológicos de la política
latinoamericana de los Estados Unidos, advirtiendo sobre la existencia de una
continuidad básica -dada por el hegemonismo imperialista- que, en lugar de
excluir reajustes y cambios de matices en dichos enfoques a lo largo del
tiempo, los presuponía.[34]
Por último, y no por ello es un factor menos
importante, siempre debe tenerse en cuanta el impacto derivado de las
actuaciones de los diversos actores y movimientos políticos y sociales de
América Latina y el Caribe, que no han sido receptores pasivos en su relación
con los Estados Unidos sino protagonistas decisivos en los sucesivos ciclos de
sometimiento, subordinación, cooperación, conflicto, resistencias y luchas
emancipadoras.
Sin embargo, pese a esa diversidad de
factores, en la base de todo siempre ha estado presente la extrema desigualdad
en términos de poder existente entre los Estados Unidos y las naciones
latinoamericanas y caribeñas, que ha sido así la variable causal fundamental
sin la cual no podría explicarse el rasgo más notable y duradero de la política
exterior norteamericana desde su surgimiento como tal: la vocación de
superioridad y eventualmente de dominación hegemónica sobre dichas naciones.
Por supuesto, tal rasgo transitó por fases históricas cualitativamente muy
diferentes, determinadas por la correlación internacional de fuerzas existentes
en cada momento. De una nación relativamente débil frente a las grandes
potencias europeas del siglo diecinueve, a finales de esa propia centuria los
Estados Unidos ya estuvieron en condiciones de derrotar y reemplazar a la
decadente España y, luego de la Segunda Guerra Mundial, pudieron plantearse una
estrategia de hegemonía exclusiva a nivel continental, como prerrequisito
indispensable de un proyecto más amplio de supremacía universal.
El académico norteamericano Lars Schoultz
tiene el indudable mérito de haber sido capaz de ir más allá de una respuesta
simple a la interrogante sobre el factor determinante de la política de los
Estados Unidos hacia América Latina, mediante una reflexión crítica que pone al
descubierto el componente esencial -situado
en el ámbito del pensamiento de la clase dirigente de ese país- que subyace
tras esa política, le confiere singularidad y unidad, y actúa como impedimento,
desde el lado norteamericano, para la adopción de una postura de respeto mutuo
hacia sus vecinos del sur:
La progresiva creencia de que la búsqueda del
interés propio requiere esfuerzos siempre crecientes para influir en la
conducta de un pueblo más débil –«desbordamiento hegemónico»– es común entre
las grandes potencias, pero su completo significado en las relaciones entre los
Estados Unidos y América Latina estuvo enmascarado hasta fecha reciente por el
imperativo de la Guerra Fría de excluir a la Unión Soviética del hemisferio
occidental. Pero cuando la Unión Soviética desapareció y los intereses de seguridad
de los Estados Unidos ya no requerían del mismo nivel de dominación, Washington
identificó nuevos problemas –abarcando desde el tráfico de drogas hasta las
dictaduras y la mala administración financiera- y actuó para aumentar[35]
su control sobre América Latina. [...] Por aproximadamente dos siglos, la
política norteamericana invariablemente ha tenido la intención de servir a los
intereses de los Estados Unidos –intereses de diferente manera relacionados con
la seguridad de la nación, nuestra política interna o nuestro desarrollo
económico-. En la medida en que los desafíos a esos intereses varían, la
política de los Estados Unidos se ajusta para enfrentarlos. Lo que permanece
inalterable son los intereses. Aunque estos tres intereses son cruciales en cualquier
explicación de la política de los Estados Unidos hacia América Latina, aún
falta algo para alcanzar una explicación completa. Lo que subyace tras esos
tres intereses es una creencia dominante de que los latinoamericanos
constituyen una rama inferior de las especies humanas. [...] La creencia en la
inferioridad latinoamericana es el núcleo esencial de la política de los
Estados Unidos hacia América Latina, pues ella determina las medidas concretas
que adoptan para proteger sus intereses en la región.[36]
Finalmente, en la conformación de un marco
conceptual sobre la política exterior de los Estados en el que confluyan el
marxismo y el realismo, habría que recuperar la importante contribución
realizada por el ex diplomático brasileño Samuel Pinheiro Guimarães[37]
con relación al tema de la hegemonía en las relaciones internacionales, de
manera general, y en su aplicación en la política de los Estados Unidos hacia
América Latina y el Caribe, en particular, en un libro excepcional y
lamentablemente poco conocido en los países latinoamericanos hispanohablantes.
En este sentido, sus elaboraciones en torno al concepto clave de «estructura
hegemónica» -en su opinión, preferible al de «Estado hegemónico» resulta de
gran utilidad para matizar en su justa medida una (correcta) visión
estado-céntrica de la política internacional y, con relación al tema que nos
ocupa, permite ubicar y comprender la funcionalidad de la política exterior
norteamericana como instrumento dentro un sistema de dominación más amplio,
pero sin que ello conduzca a desdibujar la identidad de los Estados Unidos como
Estado nacional y actor más poderoso del sistema internacional, con intereses
específicos propios.
Consideramos el concepto de estructura hegemónica
como más apropiado para abarcar los complejos mecanismos de dominación. El
concepto de «estructuras hegemónicas de poder» evita discutir sobre la
existencia (o no), en el mundo de la pos Guerra Fría, de una potencia
hegemónica, los Estados Unidos, y determinar si el mundo es unipolar o multipolar,
si existe un condominio (o no). El concepto de «estructura hegemónica» es más
flexible e incluye vínculos de interés y de derecho, organizaciones
internacionales, múltiples actores públicos y privados, la posibilidad de
incorporación de nuevos participantes y la elaboración permanente de normas de
conducta; pero, en la esencia de esas estructuras, están siempre los Estados
nacionales.[38]
De esta manera, siguiendo el razonamiento del
distinguido diplomático y estudioso brasileño, las estructuras hegemónicas
desarrollan estrategias de preservación y expansión de su poder en los ámbitos
económico, tecnológico, político, militar e ideológico. También es preciso
tener presente que el liderazgo de las mismas varía de acuerdo al espacio
geográfico, el momento y el tema en cuestión.
En cuanto a la ubicación y el papel específico
de los Estados Unidos en el sistema de dominación mundial, Pinheiro Guimarães
apuntó:
En el centro de las estructuras hegemónicas se
encuentran las grandes potencias y, dentro de ellas, la superpotencia –los
Estados Unidos de América-, el único Estado con intereses económicos, políticos
y militares en todas las áreas de la superficie terrestre, en la atmósfera y
hasta en el espacio sideral, y el gran responsable por la creación de las estructuras
hegemónicas que lideran. Así, el examen de los objetivos de la política
exterior norteamericana desde la última posguerra es esencial para comprender
el escenario internacional, la evolución de las grandes tendencias y la acción
de las estructuras hegemónicas.[39]
A modo de conclusión parcial, la anterior exposición
ha buscado sugerir que el avance hacia un encuentro conceptual entre la visión
leninista de la política internacional y los sucesivos desarrollos teóricos del
realismo, así como la incorporación de los importantes aportes conceptuales de
otros autores anteriormente referidos, podría conducir a la conformación de un
marco explicativo que contribuya a que tanto los estudios sobre la política de
los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe como los proyectos
políticos en el orden práctico para enfrentar la hegemonía norteamericana se
doten de un mayor rigor teórico y científico. También sería más nítida la
comprensión de que la política exterior de los Estados Unidos es la política
propia de un Estado imperialista y de una gran potencia (en este caso de una
superpotencia global que todavía no enfrenta un contrapeso efectivo, lo que
agrava las cosas), y que siempre debería esperarse que sea esa y no otra. Por
tanto, mientras no concurran transformaciones fundamentales de las
condicionantes sistémicas de esta política -dadas por el carácter imperialista
del Estado norteamericano y una correlación internacional de fuerzas en la que
los Estados Unidos siguen gozando de una condición de supremacía-, solo es
previsible que se manifieste de manera cooperativa o moderada frente a dos
tipos de Estados: aquellos que se le someten o aquellos que logran desarrollar
un poder disuasivo suficiente para preservar su seguridad y su soberanía, a
partir tanto de fuerzas y recursos propios como de los que puedan adquirirse
mediante alianzas y coaliciones externas.
América Latina y el Caribe en la
estrategia global de los Estados Unidos.
Con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial,
la estrategia de política exterior desarrollada por los sucesivos gobiernos
norteamericanos ha tendido a ser la expresión del consenso entre los
principales sectores y grupos de poder existentes al interior de la clase
dominante de ese país. Es importante subrayar, sin embargo, que esto nunca ha
sido sinónimo de unanimidad de criterios. Por el contrario, incluso en los
períodos en que tal consenso ha sido más sólido, siempre ha existido un debate
sobre el curso a seguir por la nación norteña en sus asuntos externos, a partir
de la variedad de intereses, percepciones y corrientes de pensamiento
existentes al interior de la élite dirigente y, particularmente, dentro del
sector involucrado y especializado en la conformación de la política exterior
del país.[40]
Incluso, este consenso ha sufrido situaciones de crisis y de quiebre, como
ocurrió durante la guerra de Vietnam, así como períodos relativamente
prolongados de indefinición, como sucedió en el período comprendido entre el
fin de la bipolaridad y los sucesos del 11 de septiembre del 2001, y que en
buena medida parece ser también la situación presente.
Pero si bien es necesario tener presente las
anteriores matizaciones, resulta indudable que la estrategia de política
exterior desarrollada por los Estados Unidos después de la Segunda Guerra
Mundial ha tendido a ser bipartidista y consistente en cuanto a su esencia
imperialista y su pretensión de supremacía global.
El surgimiento de tal aspiración fue un efecto
bastante lógico de la situación tan ventajosa en la que se encontraron los Estados
Unidos al concluir la contienda bélica, que devastó a las restantes grandes
potencias de la época. Sin embargo, esta privilegiada posición se vio
significativamente relativizada por la rápida emergencia de una superpotencia
nuclear rival. Más de cuatro décadas después, el fin de la Guerra Fría pareció
hacer viable nuevamente un proyecto hegemónico de alcance mundial, al
presentarse una coyuntura caracterizada por un comentarista neoconservador como
un “momento unipolar”[41].
Desde ese momento y hasta nuestros días, la estrategia de los Estados Unidos se
ha dirigido, con resultados cada vez más dudosos, a perpetuar una condición de
supremacía global, objetivo que sigue siendo proclamado como la doctrina
oficial de su gobierno.
En este punto conviene recordar que en 1992
fue filtrado a la prensa un documento del Departamento de Defensa
norteamericano que planteaba descarnadamente el objetivo de impedir, por todos
los medios posibles, la emergencia de alguna nación o grupo de naciones con la
aspiración de desafiar el «liderazgo» militar y económico de los Estados Unidos.
Fragmentos del plan fueron filtrados al diario The New York Times, suscitando
una andanada de reacciones negativas en el Congreso y de algunos funcionarios
de la propia administración, así como de gobiernos extranjeros. Según
trascendió en su momento, el documento fue revisado y el texto definitivo
incorporó cambios en su lenguaje, adoptando un tono menos agresivo y un enfoque
más multilateralista. En esencia, se sustituyó el lenguaje crudo y directo
inicial por formulaciones eufemísticas.[42] Sin embargo, la evidencia empírica desde
inicios de la década de los noventa del pasado siglo hasta la actualidad, así
como el examen del contenido de los propios documentos estratégicos y del
discurso oficial evidencian que esa aspiración a la supremacía perpetua ha
seguido siendo el principio rector de la política exterior norteamericana.[43]
El lugar que ocupa la región de América Latina
y el Caribe dentro de este diseño estratégico de alcance mundial es un asunto
que suscita un intenso debate de ideas. La importancia de esta polémica no se
limita al campo académico, sino que tiene una gran relevancia para la acción
política práctica de los gobiernos y los diversos actores políticos y sociales
de la región, dado que tal acción en buena medida se orientará a partir del
diagnóstico que se haga sobre el tema en cuestión.
En los extremos de este debate se sitúan, por
un lado, aquellos que minimizan la importancia que tendría la región dentro de
la política externa norteamericana y, por el otro, los que sostienen que la
misma tiene un valor de primer orden dentro de la estrategia de perpetuación de
la supremacía global de los Estados Unidos. Esta divergencia pudiera responder
a una diversidad de factores, comenzando por la pluralidad de marcos teóricos y
de perspectivas analíticas inherente a toda comunidad de investigadores y
especialistas en las ciencias sociales. En ocasiones, sin embargo, es la
expresión del enfrentamiento entre proyectos políticos e ideológicos irreconciliables,
lo que imposibilita de entrada alcanzar cualquier consenso.[44]
En las manifestaciones de esta discusión en
los medios académicos suele confundirse la importancia estratégica de América
Latina para los Estados Unidos, que tiene un carácter permanente o duradero en
términos históricos, con su nivel de prioridad en la conducción de la política
exterior norteamericana, que por definición es un rasgo coyuntural.
La importancia estratégica de un país, región
o tema dentro de la política exterior de un Estado tiene que ver con el valor o
la significación que este le asigna a dicho país, región o tema dentro de su
planificación estratégica para la consecución de sus metas y objetivos a largo
plazo en el plano internacional. Por su parte, las prioridades de la política
exterior se refieren al orden de precedencia y a la correspondiente asignación
de recursos con los que un Estado ejecuta sus acciones de política exterior en
un momento o período determinados. Es decir, cuál asunto debe ser atendido primero
y cuál después, cuántos recursos se asignarían a cada uno y de qué manera en un
momento dado. Así, un asunto de gran importancia estratégica podría no ser
prioritario en el corto o mediano plazo, por encontrarse relativamente
asegurado y no requerir de una mayor atención o asignación de recursos. De la
misma manera, suele ocurrir que un país, región o tema que en sí mismos no
tienen una importancia estratégica de primer orden, a partir de determinados
eventos o coyunturas adquieren súbitamente la máxima atención de los dirigentes
y una mayor asignación de recursos en la política exterior de un Estado, al
entrar en juego otras cuestiones como la autoridad y el prestigio
internacional, o debido a presiones provenientes de otros Estados (aliados o
enemigos), de la política doméstica, o de ambos.[45]
El nivel de actividad de la política exterior norteamericana
en cada momento y región del mundo está relacionado, sobre todo, con el grado
en que sus intereses estratégicos estén siendo desafiados efectivamente por otros
actores en cada zona geográfica. Resulta natural entonces que regiones como el
Este de Asia, el Medio Oriente y Europa oriental, escenarios de una creciente
competitividad entre las grandes potencias, demanden un nivel de actividad
-expresado particularmente en términos de presencia militar y diplomática-
mucho mayor que el dedicado a otras regiones del mundo percibidas como
relativamente seguras.
A pesar de los importantes cambios y
acontecimientos ocurridos en América Latina y el Caribe a partir de la
Revolución Cubana y, posteriormente, durante el nuevo ciclo emancipador
iniciado con la primera victoria electoral de Hugo Chávez en diciembre de 1998,
la región ha seguido siendo considerada como una zona geográfica relativamente
segura por parte de los planificadores estratégicos norteamericanos, a partir
de la percepción de que en ella no se presentan en la actualidad amenazas a los
intereses vitales de los Estados Unidos.[46]
Aquí radica, posiblemente, la causa principal de su aparente baja prioridad en
la política exterior de ese país.
A partir de la indebida identificación entre
lo que es importante y lo que es prioritario, suele ocurrir que para medir la
importancia asignada por los Estados Unidos a América Latina y el Caribe solo
se tomen en cuenta las declaraciones, acciones o el intercambio de visitas al
más alto nivel del gobierno norteamericano de turno (o, más bien, la carencia
de ellas y la generalizada ignorancia sobre nuestra región demostrada una y
otra vez por sus más altas autoridades)[47],
como evidencias para sostener que los Estados Unidos “olvidan” o “descuidan” a
América Latina y el Caribe[48].
En la base de este enfoque hay una falta de distinción entre la actividad
política y diplomática más visible y pública, pero esencialmente episódica, desarrollada
por las principales autoridades del gobierno de turno, y las acciones de
penetración e influencia más sistemáticas, profundas y de largo plazo
desarrolladas por estructuras y órganos estatales especializados que sostienen
la continuidad de la política de los Estados Unidos para asegurar sus intereses
permanentes y la consecución de sus objetivos estratégicos con relación a
América Latina y el Caribe.[49]
En el caso de la política hacia la región, este rol es desempeñado de manera
muy notable por sus órganos militares, tanto regulares como especiales, así
como por sus diversas y polifacéticas agencias de seguridad e inteligencia[50],
cuestión que pareciera merecer una mayor atención por los estudiosos del tema.
También se ha insistido en la escasez (o incluso
total ausencia) de referencias a América Latina y el Caribe en los documentos
estratégicos y en los discursos de los presidentes norteamericanos, lo que
sería otra evidencia de la poca relevancia de la región en la política exterior
de ese país. Se hace así necesario recurrir nuevamente a lo advertido hace más
de una década por Samuel Pinheiro Guimarães:
Se podría argumentar que América Latina, al
contrario de lo que se propaga, es de hecho la zona estratégica más importante
para los Estados Unidos. Que no reciba los recursos que juzga merecer, que no
reciba el tratamiento respetuoso y la consideración de que se juzga merecedora,
es otra cuestión. Tal vez no reciba tal atención, mientras otras áreas la
reciben, justamente por encontrarse tan dependiente militar, política,
económica e ideológicamente de los Estados Unidos, a tal punto que sus
autoridades se permiten hoy simplemente no mencionarla en discursos, programas,
relaciones de prioridades y memorias, mientras que los analistas académicos le dedican
apenas una escasa atención. En segundo lugar, esa ausencia de mención no
significa que en Washington no se siga con especial cuidado la evolución
política en América Latina.[51]
La supuesta poca importancia de América Latina
y el Caribe para los Estados Unidos se revela así como una gran falacia,
promovida de manera insistente e interesada desde los Estados Unidos y sus
mecanismos repetidores y formadores de opinión en el continente, con el
objetivo de imponer la noción de que los
gobiernos de la región, si aspiran a
ganar espacio en el conjunto de prioridades norteamericanas, tienen que acatar
de manera dócil las reglas del juego del sistema de dominación imperante. Todo
esto, además, bajo el inaceptable presupuesto de que estar entre tales
prioridades es, por definición, algo muy beneficioso para el país en cuestión.
Esta actitud servil, lógica consecuencia del colonialismo mental de los
sectores oligárquicos y de la derecha pronorteamericana, además de no guardar
correspondencia con la trayectoria histórica de activa injerencia e
intervencionismo por parte del imperialismo norteño contra los países
latinoamericanos y caribeños, constituye un argumento desmovilizador respecto a
la urgente necesidad de acelerar y profundizar los esfuerzos para construir una
región lo más unida, justa y poderosa posible, en torno a la idea de la Patria
Grande latinoamericana y caribeña.
Hacia el fin de la hegemonía
El esfuerzo intelectual orientado a intentar
anticipar los posibles cursos futuros de la política norteamericana hacia
América Latina y el Caribe requiere la utilización de un enfoque
histórico-prospectivo que, por un lado, considere debidamente todas las
fuerzas, factores y tendencias del pasado que impactan en el presente y, por el
otro, aquellos elementos de cambio que impulsan la conformación de escenarios
cualitativamente diferentes al sistema hegemónico imperante desde el pasado
siglo, si bien este se ha expresado de manera desigual en cada período
histórico y en las distintas subregiones geográficas de América Latina y el
Caribe.[52]
Desde una perspectiva estrictamente histórica,
es inobjetable la significación estratégica de primer orden que ha tenido
América Latina y el Caribe durante el proceso evolutivo de los Estados Unidos
desde una incipiente república independiente hasta la adquisición de su actual
estatus como primera y única superpotencia mundial. Más allá de las diferencias
identificables en los sucesivos gobiernos norteamericanos en cuanto a sus
respectivas políticas, instrumentos, modalidades y estilos particulares
desarrollados, la proyección desplegada por los Estados Unidos hacia América
Latina y el Caribe, desde la proclamación de la Doctrina Monroe hasta nuestros
días, ha estado marcada por una línea de continuidad impresionante, consistente
en apoyarse en nuestra región para fortalecer su posición dentro de la
correlación de fuerzas entre las grandes potencias y - ya en la condiciones
posteriores a la Segunda Guerra Mundial- desarrollar una estrategia de
hegemonía a escala mundial.
En rigor, puede decirse entonces que esta
vocación de control continental ha sido el rasgo más duradero y constante de la
política exterior norteamericana desde su propio surgimiento. Y si bien las
políticas específicas para lograrlo han tenido variaciones fundamentales, en
función de la posición relativa de los Estados Unidos en cada momento histórico
como resultado de los sucesivos cambios en la distribución del poder a nivel
mundial, dentro de su estrategia global ha permanecido invariable el lugar
reservado a América Latina y el Caribe como una zona geográfica que
necesariamente debe ser controlada y, consustancialmente, negada al dominio o
excesiva influencia de cualquier otra potencia extracontinental.
Como se afirmaba anteriormente, al finalizar la
Segunda Guerra Mundial esta estrategia de control e influencia sobre las
naciones latinoamericanas y caribeñas pudo extender su alcance geográfico y
temático, adquiriendo un nuevo sentido y un nuevo contenido dentro de un
proyecto de hegemonía global, percibido entonces por los principales estrategas
norteamericanos como viable, lógico e imperativo.
Algunos podrían argumentar que la anterior
descripción ha perdido vigencia y que incluso la Doctrina Monroe ha sido
derogada oficialmente por el gobierno de los Estados Unidos, en palabras de su
propio Secretario de Estado, John Kerry.[53]
Sin embargo, la continuidad de la política de hostilidad activa -más o menos
encubierta, según el caso- hacia todo proceso emancipador en nuestra región[54],
con el fin último de revertirlos, así como las reacciones contrarias –también
más o menos veladas, según las naciones implicadas- a toda intensificación de
los vínculos entre los Estados latinoamericanos y caribeños con actores
extracontinentales de peso (China, Rusia, India e Irán), ponen en evidencia la
diferencia existente entre un ejercicio esencialmente retórico como el
realizado por Kerry, orientado a ajustar las formulaciones doctrinarias
públicas de los Estados Unidos al actual contexto político del continente, y la
realidad de la permanencia de una política de control sobre el continente
americano, justamente la quintaesencia de la Doctrina Monroe, basada ahora en
el hecho de que los Estados Unidos no pueden pretender mantener una posición de
supremacía mundial si no son capaces de dominar en lo fundamental y de manera
exclusiva al hemisferio occidental.
Los intereses estratégicos de los Estados hacia
América Latina y el Caribe podrían relacionarse de manera muy sintética, y sin
reflejar necesariamente un orden de prioridad, de la manera siguiente:
§ Mantener
una superioridad abrumadora en el plano estratégico-militar en el continente
americano.[55]
§ Preservar,
reproducir y renovar los mecanismos estructurales de dependencia e inserción
subordinada de las economías latinoamericanas y caribeñas en el sistema
económico mundial.
§ Garantizar
el acceso, en condiciones ventajosas, a los recursos naturales estratégicos
presentes en la región.
§ Maximizar
su participación en los sistemas de propiedad, la base productiva, los mercados
y los sistemas financieros de los países latinoamericanos y caribeños, buscando
asegurar márgenes de superioridad relativa con respecto a otras potencias
extrarregionales.
§ Potenciar
la influencia de los valores ideológicos y culturales norteamericanos, y
asegurar su predominio en los circuitos informativos y del entretenimiento.
§ Contrarrestar
y controlar, manteniéndolos en niveles tolerables, los fenómenos
transnacionales percibidos como amenazas para la sociedad norteamericana
(tráfico de drogas, crimen organizado y migraciones).
Respecto a las prioridades bilaterales
específicas, pueden identificarse las siguientes:
§ La
relación con México. Es el nexo bilateral más intenso de los Estados Unidos con
la región. El comercio con México, país miembro del Tratado de Libre Comercio de
América del Norte (TLCAN), representó en el año 2013 el 60%[56] del
comercio de los Estados Unidos con América Latina y el Caribe, así como
alrededor del 13% de su comercio total a nivel mundial, lo que sitúa a ese país
latinoamericano como su tercer socio comercial más importante, solo detrás de
Canadá y China, y bien por delante de Japón.[57]
Es un interés norteamericano fundamental profundizar el control y la absorción
subordinada de la economía mexicana, incluyendo los recursos petroleros. El
enfrentamiento a la emigración ilegal, el tráfico de drogas y la actividad
criminal en ambos lados de la frontera, sirven de contexto legitimador de una
creciente presencia de personal militar, policíaco y de seguridad
norteamericano en México.
§ La
intensificación de la política de cooptación hacia Brasil. El gobierno de Obama
auspició una creciente institucionalización del diálogo político, incluyendo
los aspectos de cooperación militar y los temas de seguridad, y proliferaron
las iniciativas y programas bilaterales en materia económica, científica y
educacional.[58]
El ritmo de avance de este proceso se detuvo a partir de las revelaciones de
Edward Snowden sobre el espionaje contra Brasil[59],
pero la parte norteamericana ha insistido en las gestiones para retomarlo
durante el segundo mandato presidencial de Dilma Rousseff.[60]
§ La
ampliación y la profundización de la red de acuerdos bilaterales de
liberalización económica con varios países del continente, en el contexto de un
posible Acuerdo de Asociación Transpacífica (TPP).
§ La
ampliación y la profundización de los acuerdos bilaterales y los regímenes
subregionales cooperativos en materia militar y de seguridad. La Cuenca del
Caribe continúa siendo un área de máxima prioridad en materia de seguridad.
Dentro de ella, tener una presencia militar en Colombia reviste particular
importancia por su ubicación geográfica equidistante con respecto a los dos extremos del continente americano y
su eventual utilización futura, de considerarse necesario, como punta de lanza
hacia Venezuela, la región amazónica y otros territorios de América del Sur
ricos en recursos naturales.[61]
§ La
realización de todos los esfuerzos posibles para desgastar, subvertir, derrocar
e intentar revertir los diversos procesos emancipadores en el continente
(gobiernos de los países miembros del ALBA-TCP, otros gobiernos progresistas,
así como los procesos multilaterales de concertación, cooperación e integración
regionales).
En el marco del denominado Sistema Interamericano
-que hasta hoy sigue funcionando, en lo esencial, como el principal instrumento
multilateral de su política hacia el continente, pese a múltiples y sonados
tropiezos- el gobierno norteamericano ha tenido que asumir la participación de
Cuba en las Cumbres de las Américas, lo que ha significado la remoción de uno
de los principales tabús ideológicos derivados de la política de hostilidad y
aislamiento seguida históricamente por la superpotencia norteña contra la
Revolución Cubana.
De manera general, a corto y mediano plazo, es
previsible que los Estados Unidos continuarán desplegando una sistemática campaña
de satanización mediática de todos los líderes, actores sociales y procesos que
se oponen a la dominación norteamericana, con el correspondiente apoyo a todos
aquellos aliados locales portadores de los intereses retrógrados, imperiales,
transnacionales y oligárquicos. Igualmente, deberá proseguir el estímulo a la
división entre una “América Latina del Pacífico”, supuestamente bien dispuesta
para recibir los beneficios de la globalización neoliberal, frente a la
“América del Atlántico”, limitada por pretendidos prejuicios neoproteccionistas
y nacionalistas anticuados. Y, finalmente, deberá seguir el discurso orientado
a dividir a las fuerzas y a los gobiernos antineoliberales entre una “izquierda
responsable” y otra que supuestamente no lo es.
Desde el punto de vista prospectivo, existe el
criterio bastante extendido entre los especialistas de política internacional
en el sentido de que el mundo atraviesa en estos momentos por un proceso de
tránsito de un sistema unipolar hacia uno multipolar, derivado de la crisis de
hegemonía del imperialismo norteamericano y del ascenso de nuevas grandes
potencias.[62]
En cualquier caso, como lo ha sido en el
pasado, la correlación internacional de fuerzas, en general, y la extrema
desigualdad existente entre ambas partes en términos de poder, en particular,
seguirán siendo factores determinantes de la perdurabilidad o no del carácter
hegemónico de la política norteamericana hacia América Latina y el Caribe.
Podría anticiparse, por tanto, que las tendencias y los rasgos dominantes de la
política de los Estados Unidos hacia nuestra región, en el futuro a mediano y
largo plazos, en buena medida dependerán de si se verifica o no en la práctica
el tránsito del sistema internacional hacia una configuración multipolar.
En caso positivo, parecería plausible la
hipótesis de que, en la medida en que los Estados Unidos enfrenten una mayor
competencia de parte de otras grandes potencias y tengan mayores dificultades
para imponer sus designios en otras regiones del mundo, la importancia
estratégica de América Latina y el Caribe se evidenciará de manera más clara y,
consecuentemente, aumentará el nivel de prioridad de la región dentro de la
política exterior norteamericana, como vía de reafirmación y soporte
fundamental de su estatus como potencia a nivel mundial. Esto implicaría que,
de confirmarse la tesis de la declinación del poder de los Estados Unidos, con
seguridad América Latina y el Caribe será la última región del mundo a cuyo control
renunciaría. Y si bien tal proceso de declinación podría ser muy conveniente
estratégicamente para nuestra región, creando un contexto más favorable para el
avance y la profundización de su proceso unitario, su decurso podría conllevar
situaciones muy peligrosas, a partir de la posibles acciones drásticas y
desesperadas que podrían desarrollar los Estados Unidos con el objetivo de
reafirmarse sobre el continente americano, en su afán de situarse en mejores
condiciones para enfrentar la creciente competencia de las otras grandes
potencias.
En el escenario contrario, es decir, de
mantenimiento de los Estados Unidos como la primera y única superpotencia a
nivel mundial –o incluso en el caso extremo de un retorno a la unipolaridad-,
nuestra región se mantendría como un territorio asegurado o controlado en lo
esencial en lo que respecta a sus intereses permanentes o “vitales”, y seguiría
fuera del alcance y de la excesiva influencia de otras potencias
extracontinentales, por lo que su política hacia América Latina y el Caribe no
tendría que tener un elevado perfil ni una mayor asignación de recursos, con
independencia de su valor estratégico subyacente.
La posición dominante en el continente
americano se revela así como una condición necesaria para que los Estados
Unidos puedan pretender el sostenimiento de un proyecto hegemónico a nivel
mundial. En esto radica la importancia fundamental que, en términos
estratégicos, tiene la región de América Latina y el Caribe para la
superpotencia norteña. Pero incluso en el escenario de un sistema internacional
verdaderamente multipolar, la relación con nuestra región siempre representará
un punto de apoyo básico para la posición norteamericana en un contexto
competitivo frente al resto de las principales potencias.
Mientras los Estados Unidos disfruten de una
enorme superioridad en términos de poder con respecto a los Estados
latinoamericanos y caribeños, no sería realista esperar un cambio esencial en
su estrategia hegemónica. Por tanto, para lograr el establecimiento de una
relación tendiente a la igualdad y a un tratamiento respetuoso por parte de los
Estados Unidos, los países de nuestra región no tienen otro camino que el
fortalecimiento de su propia posición. Ello puede lograrse por tres vías que se
refuerzan mutuamente: el incremento de sus respectivas dotaciones de recursos
de poder nacional a un ritmo más rápido que el de los Estados Unidos; la
aceleración y la profundización de los procesos concertacionistas,
colaborativos e integracionistas entre los Estados latinoamericanos y caribeños
-que podrían conducir, eventualmente, a la constitución de entidades políticas
mayores-; y el establecimiento de alianzas extracontinentales para balancear el
excesivo poderío norteamericano.
En síntesis, la transformación de la tradicional
política hegemónica de los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe en
otra esencialmente diferente, tendiente al respeto y la cooperación entre
iguales, sin dudas será un proceso paulatino y sinuoso, y solo será posible con
una América Latina y el Caribe mucho más poderosa, unida y digna.
[1]
Guevara, Ernesto Che: «Conferencia de la OEA en Punta del Este», en Che Guevara presente. Antología mínima,
Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2011 p. 257.
[2]
Este debate es perceptible en el amplio número de libros, ensayos y artículos
dedicados al tema. Para una muestra de publicaciones
recientes, que reflejan diversas posiciones, cfr. The Brookings
Institution: U.S. Grand Strategy: World
Leader or restrained power?, Washington, 2014; Campbell Craig et al: «Debating American Engagement:
The Future of U.S. Grand Strategy», International
Security, Volume 38, Number 2, Fall 2013, pp. 181-199; Ted
Galen Carpenter: «Delusions of Indispensability», The National Interest, Number 124, March / April, 2013, pp. 47-55; Daniel
W. Drezner «Military Primacy Doesn’t Pay (Nearly As Much As You Think)», International Security, Volume 38, Number
1, Summer 2013, pp. 52-79; R.D. Hooker, Jr.: The Grand Strategy of the United States, National Defense
University Press, Washington, 2014; Barry R. Posen and Andrew L. Ross:
«Competing Visions for U.S. Grand Strategy», International Security, Vol. 21, No. 3 (Winter 1996/97), pp. 3–51;
Ali Wyne: «What is America’s role in the World?», The American Interest, October 30, 2014.
[3]
Como un ejemplo ilustrativo, del ámbito militar, en el año 2013 los Estados
Unidos desplegaron fuerzas de operaciones especiales (SOFs, por sus siglas en
inglés) en 134 países, en los cuales desarrollaron misiones combativas,
especiales o de asesoría y entrenamiento, constituyendo una de las formas más
agresivas y crecientemente utilizadas para la proyección de su poderío a nivel
mundial. Cfr. Nick Turse: «The
Special Ops Surge: America’s Secret War in 134 Countries», TomDispatch, 2014, <http://www.tomdispatch.com/blog/175794>
y Jeremy Scahill: Dirty Wars: The World
Is a Battlefield, Nation Books, New York, 2013.
[4]
Se sigue aquí la definición de “instituciones internacionales” empleada por el
académico norteamericano Robert O. Keohane: «Conjuntos de reglas (formales o informales) persistentes y
conectadas, que prescriben papeles de conducta, restringen la actividad y
configuran las expectativas» (cfr. Robert
O. Keohane: Institucionales internacionales
y poder estatal: Ensayos sobre teoría de las relaciones internacionales, Grupo
Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1993. pp. 16-17). De esta forma estarían comprendidas las organizaciones
internacionales como las Naciones Unidos, el Fondo Monetario Internacional, el
Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio; y los regímenes jurídicos
como el Tratado de No Proliferación Nuclear y el Derecho del Mar. La gran
mayoría de las principales instituciones que conforman el orden internacional
vigente, entre las que se encuentran las anteriormente mencionadas, fueron
establecidas con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial y, en todos los
casos, los Estados Unidos fueron sus principales auspiciadores o estuvieron
entre sus principales impulsores. Aunque se trata de un tema muy complejo y que
requiere de las debidas matizaciones, puede afirmarse que, como saldo general,
estas instituciones han tendido a ser instrumentales respecto a la estrategia
de hegemonía global de los Estados Unidos.
[5]
Algunos proyectos planteados en fechas recientes en el marco del grupo BRICS
(Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) podrían ser apreciados como parte de
un esfuerzo para la búsqueda de una alternativa y un contrapeso al orden
prevaleciente, marcadamente pro norteamericano y pro europeo occidental, y que
desde el punto de vista institucional no refleja adecuadamente la actual
distribución del poder a nivel internacional. Pero todavía se trata de un
proceso incipiente que debe demostrar su viabilidad y sus posibilidades de
profundización en el largo plazo.
[6]
El concepto de “élite” empleado en este trabajo se corresponde básicamente con
el de la “élite del poder” brillantemente diseccionada por C. Wright Mills en
su libro clásico sobre el tema (cfr. C. Wright Mills: La élite del poder, Fondo de Cultura Económica, México, 1987).
[7] Cfr. Atlantic Council: Envisioning 2030: US Strategy for a
Post-Western World, Washington, 2012; Sergio Fabbrini: «After
Globalization: Western Power in a Post-Western World», Online Journal of Global Public Policy, 2010, <http://www.globalpolicyjournal.com/articles/global-governance/after-globalization-western-power-post-western-world>;
Trine Flockhart et al: Liberal Order in a Post-Western World,
Transatlantic Academy, Washington, 2014 y Fareed Zakaria: The Post-American World, W. W. Norton & Company, New
York-London, 2008.
[8]
El concepto de “poder relativo” se refiere a la comparación del poder de los
Estados Unidos con el de otras potencias. Es decir, la clave de la discusión no
es si el poder norteamericano disminuye o no en términos absolutos, sino en
términos relativos con respecto a la evolución del poder de otras potencias
real o potencialmente competidoras. Esta
polémica cobró fuerza a partir de la publicación en 1987 de un célebre libro
del historiador británico Paul Kennedy, lo que no significa que el tema haya
surgido en ese momento. Por ejemplo, ya en 1971 una sección de una compilación
de textos del eminente economista brasileño Celso Furtado se titulaba
“Declinación de la hegemonía de Estados Unidos y opción policentrista”. (Cfr.
Paul Kennedy: The rise and fall of the
great powers: economic change and military conflict from 1500 to 2000,
Vintage Books, New York, 1989 y Celso Furtado: La hegemonía de los USA y América Latina, Edicusa, Madrid, 1971).
[9]
Castro, Fidel: «La genialidad de Chávez», Cubadebate,
2012, <http://www.cubadebate.cu/reflexiones-fidel/2012/01/26/la-genialidad-de-chavez>.
[10] Shimko, Keith: «Foreign Policy», en
International Encyclopedia of the Social
Sciences, The Gale Group, 2008, Vol. 3, p. 169.
[11]
Roberto González Gómez: Teoría de las
Relaciones Políticas Internacionales, La Habana: Pueblo y Educación, 1990,
p. 33. Nótese que esta definición se centra en las relaciones interestatales y
no se refiere a la actuación de los Estados con respecto a los actores no
estatales, de creciente importancia en el mundo contemporáneo. En este punto,
sin embargo, debe tenerse presente que muchas veces tal actuación tiene realmente
como objetivo final a otros Estados o agrupaciones de Estados.
[12]
Ibídem, pp. 33-34.
[13]
Para obras representativas, en cada caso, cfr. Hans J. Morgenthau: Política entre las naciones: La lucha por el
poder y la paz, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1986; Karl W. Deutsch:
The Analysis of International Relations,
Prentice-Hall, Englewood Cliffs, 1978; Kenneth N. Waltz: Teoría de la política internacional, Grupo Editor Latinoamericano,
Buenos Aires, 1988; Robert O. Keohane: After
Hegemony: Cooperation and Discord in the World Political Economy, Princeton
University Press, Princeton, 1984; Stanley Hoffmann: Jano y Minerva: Ensayos sobre la guerra y la paz, Grupo Editor
Latinoamericano, Buenos Aires, 1991; Joseph S. Nye: La naturaleza cambiante del poder norteamericano, Grupo Editor
Latinoamericano, Buenos Aires, 1991; Samuel P. Huntington: El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial,
Paidós, Buenos Aires, 1997; John J. Mearsheimer: The Tragedy of Great Power Politics, W. W. Norton & Company,
New York-London, 2001 y James N. Rosenau: The
Study of World Politics, Routledge, New York, 2006.
[14] Roberto González Gómez: «La recomposición de las relaciones
internacionales en la pos Guerra Fría. La búsqueda de un nuevo paradigma
interpretativo desde América Latina», en Iberoamérica
hacia el Tercer Milenio, Instituto Matías Romero, México, 1993, pp. 15-25.
[15]
Para un tratamiento panorámico del debate paradigmático y la evolución teórica
en la disciplina de las relaciones internacionales, cfr. Celestino del Arenal: Introducción a las relaciones
internacionales, Tecnos, Madrid, 2003; James E. Dougherty y Robert L.
Pfaltzgraff: Teorías en pugna en las
relaciones internacionales, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires,
1993 y Christian Reus-Smit y Duncan Snidal (editores): The Oxford handbook of international relations, Oxford University
Press, New York, 2008.
[16]
Vladímir Ilich Lenin. «El imperialismo, fase superior del capitalismo», en Obras escogidas en tres tomos, Tomo 1,
Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú (sin año), p. 801.
[17] Ibídem, p. 826
[18] Ibídem, p. 796.
[19] Ibídem, p. 797. Al observar actualmente el enfrentamiento del
gobierno argentino contra el asedio de los fondos buitre, así como otras
situaciones similares alrededor del mundo, se hace imposible no tener presente
las evaluaciones leninistas sobre el papel dominante del capital financiero, al
que consideró como «una fuerza tan considerable, puede decirse tan decisiva, en
todas las relaciones económicas e internacionales, que es capaz de subordinar,
y en efecto subordina, incluso a los Estados que gozan de la independencia
política más completa [...]».
[20] Ibídem, p. 830.
[21] Ibídem, p. 756.
[22] Ibídem, p. 800. En otro
momento, Lenin amplía este punto de una manera muy contemporánea: «El imperialismo es la época del capital
financiero y de los monopolios, los cuales traen aparejada en todas partes la
tendencia a la dominación y no a la liberad. La reacción en toda la línea, sea
cual fuere el régimen político [...]. Ibídem, p. 827.
[23] Aunque en la trayectoria del realismo hay otros textos de gran
importancia, la Política entre las
naciones de Morgenthau es considerada la obra más influyente dentro de esta
escuela de pensamiento (Hans J. Morgenthau: Ob. cit.). Por su parte, para el texto
fundador del neorrealismo, cfr. Kenneth N. Waltz: Ob. cit.
[24] Hans J. Morgenthau: Ob. cit, p. 22.
[25] «Conversation with Kenneth N.
Waltz», 2003, <http://globetrotter.berkeley.edu/people3/Waltz/waltz-con0.html>
(traducción propia).
[26]
Walt es profesor en la Escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard y es
principalmente reconocido por su coautoría del libro El lobby de Israel y la política exterior de los Estados Unidos,
publicado en el 2007 y considerado por muchos como el estudio más serio y
profundo sobre el tema (Cfr. John J. Mearsheimer y Stephen M. Walt: The Israel Lobby and U.S. Foreign Policy,
Farrar, Straus and Giroux, New York, 2007). Sus concepciones se inscriben
dentro del llamado «realismo
defensivo», una de las vertientes
del realismo político. Para
una muestra representativa de su pensamiento, cfr. Stephen M. Walt: «Wishful Thinking: Top
10 examples of the most unrealistic expectations in contemporary U.S. foreign
policy», Foreign Policy, 2011 <http://www.foreignpolicy.com/articles/2011/04/29/wishful_thinking>;
«The Myth of American Exceptionalism», Foreign
Policy, 2011, <http://www.foreignpolicy.com/articles/2011/10/11/the_myth_of_american_exceptionalism>,
«Would You Die for That Country?», Foreign
Policy, 2014 <http://www.foreignpolicy.com/articles/2014/03/24/would_you_die_for_this_country_ukraine>,
y «Being a Neocon Means Never Having to Say You're Sorry», Foreign Policy, 2014, <http://www.foreignpolicy.com/articles/2014/06/20/being_a_neocon_means_never_having_to_say_you_re_sorry_dick_cheney_william_kristol>.
[27] Con todo lo que pueda decirse con respecto
al creciente papel de los actores no estatales en la política internacional
contemporánea, y aunque es un tema de mucha discusión, la política
internacional contemporánea sigue funcionando, en su esencia, como un sistema
estado-céntrico.
[28] Lo que, en rigor, es correcto, pues la
materia centro de atención de las respectivas obras de Hobson y de Lenin era la
formación económica y social capitalista en su estadio más avanzado, y no la
política internacional. (Cfr. Kenneth N. Waltz: Ob. Cit.)
[29] José Martí: «La verdad sobre los Estados
Unidos», en En las entrañas del monstruo,
Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1984, p. 444.
[30] Sobre este saldo trágico, cfr. Luis Suárez
Salazar: Madre América. Un siglo de
violencia y dolor (1898-1998), Ciencias Sociales, La Habana, 2003.
[31] Para un ilustrativo compendio sobre este
tema, cfr. Gilles Perrault et al: El
libro negro del capitalismo, Txalaparta,
Tafalla, 2001.
[32]
Cfr. Gordon Connell-Smith: Los Estados
Unidos y la América Latina, Fondo de Cultura Económica, México, 1977; Lars
Schoultz: Beneath the United States: A
History of U.S. Policy toward Latin America, Harvard University Press,
Cambridge-London, 1998 y Samuel Pinheiro Guimarães: Quinhentos anos de periferia: uma contribução ao estudo da política
internacional, UFRGS-Contraponto, Porto Alegre-Rio de Janeiro, 2002.
[33] Gordon Connell-Smith: Ob. cit., p.
24.
[34]
Jorge Hernández Martínez: Seguridad
Nacional y política latinoamericana de Estados Unidos, Centro de Estudios
sobre Estados Unidos (CESEU), La Habana, 1989.
[35]
Énfasis en cursiva en el texto original del autor.
[36] Lars Schoultz: Ob. cit., pp.
xiv-xv.
[37]
Samuel Pinheiro Guimarães se desempeñó como el segundo hombre de la cancillería
brasileña durante los gobiernos de Lula hasta el año 2009, cuando fue designado
Ministro Jefe de la Secretaria de Asuntos Estratégicos de la Presidencia de la
República. A inicios de la década pasada, durante el gobierno de Fernando
Henrique Cardoso, fue sancionado por su activa y pública oposición al Área de
Libre Comercio de las Américas (ALCA). Ha sido profesor de la Universidad de
Brasilia y del Instituto Rio Branco (academia diplomática de la cancillería
brasileña). Es autor de los libros “Quinientos años de periferia” (1999) y
“Desafíos brasileños en la era de los gigantes” (2006). En el 2006 recibió el
premio al Intelectual del Año, otorgado por la Unión Brasileña de Escritores.
[38] Pinheiro Guimarães, Samuel: Ob. cit., p. 28.
[39]
Ibídem, p. 73.
[40]
Este permanente debate se hace visible a nivel público a través de los
principales medios informativos y las publicaciones especializadas, así como en
los múltiples eventos dedicados al tema que se realizan cotidianamente en el
Congreso y en los principales centros académicos, “tanques de pensamiento” y
fundaciones.
[41] Charles
Krauthammer: «The Unipolar Moment», Foreign
Affairs, Vol. 70, No. 1, 1990/1991, pp. 23-33.
[42]Patrick
Tyler: «U. S. strategy plan calls for insuring no rivals develop» The New York Times, 1992, <http://www.nytimes.com/1992/03/08/world/us-strategy-plan-calls-for-insuring-no-rivals-develop.html>
y «Pentagon drops goal of blocking new superpowers», The New York Times, 1992, <http://www.nytimes.com/1992/05/24/world/pentagon-drops-goal-of-blocking-new-superpowers.html>.
[43] Como ha hecho notar Jorge Hernández Martínez, en los documentos
oficiales norteamericanos de política exterior nunca se habla de «hegemonía»,
«dominación» o «supremacía» (cfr. Jorge Hernández Martínez: «Gato por liebre.
Hegemonía y seguridad nacional en las relaciones entre los Estados Unidos y
América Latina», en Miradas a los Estados Unidos. Historia y
contemporaneidad, UH, La Habana, 2011, pp. 131-144.) En su lugar, se
utiliza de manera eufemística y reiterativa el vocablo «liderazgo». Por
ejemplo, en la Estrategia de Seguridad Nacional, actualizada el mes de febrero
de 2015, de manera diáfana se ratifica la vocación hegemónica de los Estados
Unidos a nivel global, al punto de que, siendo un documento de 29 páginas, el
vocablo “liderazgo” (u otros derivados del mismo) es utilizado 74 veces (12 de ellas en las dos páginas
introductorias firmadas por el presidente Barack Obama), en referencia al papel
que de manera supuestamente ineludible y providencial le correspondería desempeñar
a este país en el mundo (cfr. National
Security Strategy, The White House: National Security Strategy, Washington,
2015).
[44] Podría ser el caso, por ejemplo, de dos exponentes muy representativos
de las respectivas posiciones y cuya única coincidencia posiblemente sea la de
haber nacido ambos en Buenos Aires. Se trata, respetivamente, del columnista de
El Nuevo Herald, Andrés Oppenheimer, y del sociólogo y politólogo Atilio Boron.
En el caso de Oppenheimer, desde hace décadas ha fungido como un portavoz de la
derecha pronorteamericana más servil y recalcitrante a nivel continental. En el
caso de Boron, se trata de uno de los principales exponentes latinoamericanos
del pensamiento crítico, antihegemónico y reivindicador de la teoría del
imperialismo. Uno de sus trabajos más recientes contiene una sólida
argumentación sobre la importancia estratégica de nuestra región para los
Estados Unidos. Cfr. Atilio Boron: América
Latina en la geopolítica del imperialismo, pp. 59-76.
[45] Por ejemplo, así ha ocurrido en tiempos recientes, para la política
exterior norteamericana, con las respectivas situaciones en torno de Siria,
Ucrania y, nuevamente, Irak.
[46] Aunque las definiciones tan convenientemente laxas de los estrategas
norteamericanos en torno a fenómenos transnacionales como el crimen organizado,
el tráfico de drogas, el terrorismo y los flujos migratorios siempre tienen un
potencial de manipulación, exacerbación y escalamiento conflictivo muy
peligroso, al tiempo que establecen el contexto que justifica el
establecimiento (sobre todo en la zona de México, Centroamérica y el Caribe) de
una presencia avanzada de personal militar, policial y de inteligencia, así
como de mecanismos políticos y jurídicamente vinculantes cada vez más lesivos a
la soberanía de los Estados latinoamericanos y caribeños.
[47]
Ignorancia que, sin embargo, no ha impedido a estas altas autoridades adoptar
políticas y decisiones criminales, agresivas y desestabilizadoras contra países
latinoamericanos y caribeños cuando lo han estimado necesario. Un caso
arquetípico es el de Henry Kissinger, Asesor de Seguridad Nacional y Secretario
de Estado durante el gobierno de Richard Nixon, quien –como hiciera notar el
académico norteamericano Harold Molineu-, a pesar de su falta de conocimiento
sobre América Latina, reconocida por él mismo, no tuvo el menor reparo para
tener un papel protagónico en la gigantesca operación para derrocar al gobierno
constitucional chileno de Salvador Allende (cfr. Harold Molineu: U.S. Policy toward Latin America: From
Regionalism to Globalism, Westview Press, Boulder-San Francisco-Oxford,
1990 y Henry Kissinger: White House Years,
Simon & Schuster, 2011).
[48] Para un ejemplo típico, cfr. Andrés
Oppenheimer: «La fatiga latinoamericana de Obama», El Nuevo Herald, 2013, <http://www.elnuevoherald.com/2013/09/28/v-print/1578051/oppenheimer-la-fatiga-latinoamericana.html>.
[49] Esta necesaria diferenciación ha llevado al
profesor e investigador cubano Luis Suárez Salazar a utilizar las nociones de
“gobierno temporal” y “gobierno permanente” (cfr. Luis Suárez Salazar: Obama, la máscara del poder inteligente,
Ciencias Sociales, La Habana, 2010. p. 1), aunque en el campo de la política
internacional y la diplomacia es más frecuente la distinción entre “política de
gobierno” y “política de Estado” para manejar la misma idea. En cualquiera de
los dos casos, se trata de una distinción particularmente útil al abordar la
proyección de los Estados Unidos hacia la región, que se apoya en estructuras
de dominación y dependencia multidimensionales sedimentadas históricamente,
dentro de las cuales sobresalen las de carácter militar, económico-financiero e
ideológico-cultural.
[50] Ello ha permitido a Atilio Boron, en el
libro anteriormente referido, apreciar una creciente “militarización” de la
política exterior norteamericana, en general, y hacia América Latina y el
Caribe, en particular (cfr. Atilio Boron: Ob. cit., pp. 77-97).
[51] Samuel
Pinheiro Guimarães, Ob. cit., p. 99.
[52] Históricamente los Estados Unidos le han
otorgado una importancia vital, desde el punto estratégico y geopolítico, a la
subregión de México, Centroamérica y el Caribe, que ha sido así la principal
víctima de toda la panoplia de instrumentos y mecanismos de sometimiento y
dominación concebibles, incluyendo numerosas intervenciones militares directas.
En América del Sur, sin embargo, sobre todo durante la primera mitad del pasado
siglo, existió cierto equilibrio de fuerzas e influencias entre los Estados
Unidos y las principales potencias europeas. De hecho, por ejemplo, los Estados
Unidos nunca han realizado acciones militares a gran escala contra las naciones
sudamericanas y han basado su hegemonía en esta zona geográfica en mecanismos
diferentes del uso directo de la fuerza militar.
[53] John
Kerry: «Remarks on U.S. Policy in the Western Hemisphere», 2013, <http://www.state.gov/secretary/remarks/2013/11/217680.htm>.
[54] Esta hostilidad se ha manifestado tanto
contra los gobiernos que se autodefinen como revolucionarios (Cuba, Venezuela,
Bolivia, Ecuador y Nicaragua) como contra aquellos que han tenido un carácter
reformador (Argentina y Brasil), aunque con diferencias de grado en cada caso.
[55] Pero los intereses de Estados Unidos en
este tema no se limitan geográficamente a la región. En un documento del Departamento
de Defensa norteamericano se señala: «Continuará la identificación de
oportunidades de colaboración para desarrollar asociaciones que trasciendan el
hemisferio. Este enfoque no solo fortalece las asociaciones de los Estados
Unidos en el hemisferio, sino que realza la importancia que ellas revisten para
apoyar las prioridades globales de los Estados Unidos, incluyendo el vuelco a
Asia y el Pacífico.» (Departamento de Defensa. La política de defensa para el Hemisferio Occidental, octubre de
2012, p. 3)
[56]
Calculado por el autor, a partir de datos del United States Census Bureau: <https://www.census.gov/foreign-trade/statistics>.
[57] United States Census Bureau: <https://www.census.gov/foreign-trade/statistics/highlights/top/top1312yr.html>.
[58] Como parte del programa de becas en el
exterior «Ciencia sin fronteras» implementado por el gobierno brasileño,
Estados Unidos podría recibir entre 50 mil y 60 mil estudiantes de ese país. El
entonces embajador norteamericano en Brasilia calificó esta cooperación como «un
ejemplo de la diplomacia estratégica moderna», añadiendo que «ese amplio acceso
a la nueva generación de líderes científicos y empresariales de Brasil le da a
los Estados Unidos una oportunidad de moldear la manera con la que estos
estudiantes comprenden a nuestro país. Nuestra experiencia con los intercambios
educaciones y juveniles demuestran claramente que los vínculos desarrollados
durante esos programas crean una impresión positiva y duradera de los Estados
Unidos.» (Cfr. Thomas A. Shannon, Jr.: «Brazil's Strategic Leap Forward», Americas Quarterly, Fall 2012 <http://www.americasquarterly.org/Brazils-Strategic-Leap-Forward>.
[59] Jonathan Watts: «Brazilian president postpones
Washington visit over NSA spying», The
Guardian, 2013, <www.theguardian.com/world/2013/sep/17/brazil-president-snub-us-nsa>.
[60]
«Obama felicita a Rousseff y
afirma que EEUU valora relación con Brasil», Xinhua, 2014, <http://spanish.peopledaily.com.cn/n/2014/1029/c31617-8801466.html>.
[61]
Con relación a este tema, cfr. Atilio Boron: Ob. cit.
[62] Cfr., por ejemplo, Carlos Alzugaray Treto:
«Crisis de hegemonía y el orden mundial: la relación Estados Unidos-América
Latina», en Jorge Hernández Martínez (editor), Los EE.UU. a la luz del siglo XXI, Ciencias Sociales, La Habana,
2008.
Comentarios
Publicar un comentario