La política de los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe: meditaciones para la conformación de un marco explicativo




Roberto M. Yepe Papastamatin
Profesor e investigador
Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos
Universidad de La Habana


«El imperialismo necesita asegurar su retaguardia».
Ernesto Che Guevara[1]

La política exterior norteamericana atraviesa un proceso de evolución y ajuste a las condiciones cambiantes y particularmente complejas del sistema internacional de las primeras décadas del siglo veintiuno. Esto se manifiesta en el debate en curso en los sectores político, militar y académico de ese país en torno a dos cuestiones claves e interrelacionadas: la posición presente y futura de los Estados Unidos dentro la correlación internacional de fuerzas, y el papel que debería desempeñar en el mundo.[2]
Los Estados Unidos siguen siendo la única superpotencia mundial, dado que a nivel internacional todavía no existe un contrapeso efectivo a su superioridad general resultante de la combinación de sus recursos militares, políticos, ideológicos, económicos y científico-tecnológicos. Partiendo de esa circunstancia, la política exterior norteamericana desempeña una doble función: por un lado, en tanto actividad de un Estado nacional, y al igual que la de cualquier otro país, busca garantizar los intereses y alcanzar los objetivos definidos por su clase dominante en el ámbito externo; por el otro, en tanto actividad del Estado central y más poderoso del sistema capitalista mundial en su estadio imperialista, tiene la misión fundamental de preservar, consolidar y ampliar las estructuras hegemónicas y de dominación propias de dicho sistema y establecidas a escala planetaria.
Pese a la rapidez con la que, en términos históricos, han emergido nuevos centros de poder en varias regiones del mundo, todavía ninguno de ellos puede equipararse con los Estados Unidos en cuanto a la capacidad para desplegar acciones y ejercer influencia a escala global, aunque esta supremacía tiene límites cada vez más visibles y enfrenta la intensificación de desafíos competitivos por parte de otros actores en determinados ámbitos geográficos y temáticos. Dentro de las principales potencias, la nación norteamericana es la única con posibilidades de atender y enfrentar situaciones complejas y simultáneas en los más recónditos rincones del planeta[3] -si bien el resultado de sus políticas y de sus acciones con respecto a los objetivos pretendidos merecería una valoración aparte y casuística-. De hecho, grandes potencias como Rusia, China y la India ni siquiera gozan de una situación consolidada o segura en términos estratégicos en su propio entorno geográfico e incluso, en importantes aspectos, son competidoras entre sí. Además, enfrentan problemas y procesos internos tan o más graves que los de los Estados Unidos y ninguna de ellas, al menos por el momento, pareciera tener interés en adoptar una posición abiertamente revisionista o plantear una alternativa radical respecto a los aspectos esenciales de las principales instituciones internacionales[4] promovidas y establecidas históricamente bajo el auspicio norteamericano en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial.[5]
Lo anterior no significa que la posición internacional presente y futura de los Estados Unidos no plantee significativas interrogantes. El debate dentro de su élite[6] gobernante sobre la conducción estratégica de la política exterior del país responde en buena medida a una inocultable ansiedad sobre el futuro, a partir de las crecientes dificultades enfrentadas durante la última década para alcanzar sus objetivos externos, ya sean de naturaleza militar, política o económica, así como de la percepción bastante extendida en cuanto a la manera relativamente rápida en la que estaría variando la distribución del poder entre las principales potencias y las distintas regiones del planeta, conformándose lo que muchos especialistas e instituciones de estudios estratégicos han descrito como un mundo “postnorteamericano” o “postoccidental”.[7]
En este contexto, se renueva la vieja discusión sobre la “declinación” del poder relativo de los Estados Unidos[8], fenómeno percibido sobre todo –aunque no únicamente- a partir de la evolución de determinadas variables económicas, como la tendencia decreciente de la participación norteamericana en el producto bruto mundial y ciertas señales hacia una menor utilización del dólar en las transacciones económicas internacionales. Si a lo anterior se suma la incapacidad mostrada por el sistema político de ese país durante el período post bipolar para alcanzar un consenso en materia de política exterior con un grado de coherencia y consistencia similar al alcanzado después de la Segunda Guerra Mundial, se hace comprensible entonces que este sea uno de los temas centrales dentro del debate más amplio sobre el futuro de la nación que se desarrolla al interior de su élite dirigente y, particularmente, dentro del sector especializado en los temas internacionales, ante la visible erosión del diseño estratégico hegemónico mundial revigorizado durante la pos Guerra Fría.
Al igual que ha ocurrido en el pasado, los efectos y eventuales resultados que se deriven de este proceso de reajuste tendrán importantes repercusiones en todo el mundo. En la actualidad, es probable que los Estados Unidos y China sean las únicas naciones con capacidad propia suficiente para influir e impactar en la dinámica de procesos internacionales de manera tan o más intensa que lo que dichos procesos pueden influir o impactar en la dinámica interna de sus respectivas sociedades. En cualquier caso, de lo que no cabe ninguna duda es que las decisiones estratégicas adoptadas por los Estados Unidos en los planos económico, político o militar suelen tener implicaciones profundas y duraderas en las regiones del mundo a las que están destinadas.
En tal sentido, la estrategia desarrollada por los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe, sumada a los efectos de los colonialismos y los imperialismos europeos, ha sido históricamente un factor clave y a menudo determinante del devenir de las naciones que pertenecen a esta región geográfica, a tal punto que puede identificarse con seguridad como una de las principales causas explicativas de la frustración de los ideales y proyectos unitarios impulsados en su momento por los próceres de la independencia latinoamericana y caribeña. Como expresara de manera sintética Fidel Castro, reflejando tal frustración histórica: «Todo nos une más que a Europa o a los propios Estados Unidos, excepto la falta de independencia que nos han impuesto durante 200 años.»[9]
Los procesos emancipadores en nuestra región atraviesan en estos momentos una coyuntura histórica esperanzadora y cualitativamente diferente a la que prevaleció durante las últimas décadas del pasado siglo, si bien deben enfrentar situaciones muy complejas y fuerzas poderosas empeñadas en preservar y ampliar el alcance del orden neoliberal establecido y arraigado en casi todo el continente durante los decenios de los ochenta y los noventa. La resistencia de la Revolución Cubana tras la desaparición de la Unión Soviética; el auge de los movimientos sociales y las luchas populares y antineoliberales a lo largo y ancho del subcontinente; el acceso al gobierno en un número significativo de países de fuerzas políticas revolucionarias o reformistas orientadas a satisfacer las demandas de las grandes mayorías históricamente preteridas y a potenciar en lo externo mayores niveles de autonomía e integración a nivel regional; y el fracaso del proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) en su modalidad multilateral son algunos de las principales circunstancias convergentes que han permitido la conformación de esta nueva situación y han propiciado el desarrollo de procesos concertacionistas, cooperativos y unitarios de nuevo tipo como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América - Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP), así como otros de mayor alcance geográfico y complejidad política e institucional como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y la Unión Suramericana de Naciones (UNASUR).
Frente a estos procesos promisorios se alza el sistema de dominación imperialista de los Estados Unidos sobre el resto del continente, construido a partir de una estrategia integral y con un notable nivel de continuidad en lo esencial, más allá de los cambios y las contradicciones observables en las políticas, los instrumentos y los recursos discursivos e ideológicos específicos utilizados por los sucesivos gobiernos norteamericanos a lo largo de la historia. Se trata de un sistema basado en asimetrías de poder abismales en las más diversas dimensiones, en mecanismos de dependencia económica y tecnológica sólidamente establecidos y reproducibles a una escala ampliada, así como en procesos de colonización mental y sometimiento ideológico que se imponen mediante la amplia difusión y el gran poder de seducción del modo de vida y de la cultura popular de los Estados Unidos en muy amplios segmentos poblacionales.
La posibilidad de la unión latinoamericana y caribeña está indisolublemente ligada al enfrentamiento y al definitivo desmontaje de dicho sistema de dominación. En tan desafiante y difícil proceso, es fundamental alcanzar el conocimiento más preciso posible de la estrategia norteamericana hacia nuestra región, sin simplificaciones y buscando comprenderla en toda su complejidad.

Retornando a las visiones clásicas: el encuentro entre la teoría leninista del imperialismo y el realismo político.
La política exterior, como actividad inherente a todos los Estados que conforman el sistema internacional, ha tratado de ser explicada mediante diversos modelos conceptuales.
A partir de una noción abarcadora y simple, podría concebirse como «la totalidad del comportamiento externo de un Estado hacia otros Estados y actores no estatales».[10]
Por su parte, Roberto González Gómez, eminente profesor y politólogo cubano, la definía como la «actividad de un Estado en sus relaciones con otros Estados, en el plano internacional, buscando la realización de los objetivos exteriores que determinan los intereses de la clase dominante en un momento o período determinado».[11] Subrayaba así el carácter clasista de toda política exterior, aspecto esencial usualmente omitido en los textos científicos especializados sobre la política internacional, en los que, aunque con notables excepciones, existe un dominio abrumador de los enfoques desarrollados por autores norteamericanos y europeos no marxistas. De esta manera, identificaba la relación causal más profunda que, en última instancia, explica la política exterior de los Estados, pero al mismo tiempo advertía contra la adopción de un enfoque simplificador y mecanicista que desconociera la mediación de otras variables, al aseverar:
El marxismo permite, por tanto, una explicación de la política exterior a través de un enfoque sistémico, que atiende a la totalidad organizada que representa una formación económico-social, y distingue la acción del factor determinante de las variables que, sobre esa base, pueden en determinado momento tener un peso específico decisivo. […] La política exterior tiene el mismo fundamento que la interior, los intereses de la clase dominante en el Estado, que se manifiestan en el ámbito internacional con características esencialmente similares, aunque ciertamente con las especificidades de este medio, en el que hay que contar en primer término con la oposición levantada por los intereses de otras clases dominantes en sus Estados respectivos. La política exterior resulta, en cierto sentido, una función de la interior, pero actúa en un medio diferente, el sistema de relaciones internacionales, caracterizado por la ausencia de una autoridad central por encima de los Estados, y donde la voluntad de una clase dominante se ve limitada por fuerzas poderosas. […] En esta interrelación dialéctica entre la política exterior y la interior, la primera no resulta solo una mecánica continuación de la segunda, sino que a su vez reacciona sobre ella, determina en ocasiones, cambios o trasformaciones sustanciales del proceso político interno. En sentido general, puede afirmarse que en un mundo interdependiente como el actual, no solo la política exterior que sigue un Estado, sino la dinámica propia de las relaciones internacionales repercute con fuerza especial en el interior de cada Estado, y al propio tiempo, la dinámica interna de algunos Estados de gran significación, tiene profunda repercusión e influjo en la escena internacional.[12]
En el camino hacia esa visión sistémica es imprescindible tener en cuenta y profundizar en los aportes provenientes de varios autores que, aunque desconocen la esencia clasista de la política exterior, han contribuido decisivamente en el desarrollo teórico de la disciplina de las relaciones internacionales, sobre todo en los campos más específicos de la política internacional y de la política exterior de los Estados. La incorporación de estos aportes dentro de una cosmovisión marxista parecería fundamental para el ulterior avance de las relaciones internacionales como disciplina científica y para potenciar la capacidad explicativa de los modelos conceptuales propios de la misma. Además, de manera específica, tal postura ecléctica sería particularmente relevante para lograr una mejor comprensión de la política exterior norteamericana. Sin pretender aquí una relación exhaustiva, que sería excesivamente extensa, en este proceso habría que considerar a autores como Hans J. Morgenthau, Karl W. Deutsch, Kenneth N. Waltz, Robert O. Keohane, Stanley Hoffmann, Joseph S. Nye, Samuel P. Huntington, John J. Mearsheimer, y James N. Rosenau.[13]
En tal sentido, el propio Roberto González, en un ensayo publicado en 1993[14], expuso la necesidad de intentar la elaboración de un nuevo paradigma interpretativo de las relaciones internacionales que permitiera enfrentar el dominio casi absoluto ejercido en esta disciplina por las concepciones y escuelas de pensamiento provenientes de los principales centros de poder. Para ello, sugería integrar los mejores aportes de los paradigmas realista, idealista e interdependentista[15], al tiempo que reivindicaba la vigencia del enfoque marxista y de la teoría de la dependencia en el estudio del fenómeno del imperialismo, cuya sola enunciación en el discurso político y la reflexión académica, en aquellos años de ensueño para los promotores del dogma neoliberal, solía ser considerado como un anacronismo.
Esta propuesta planteaba entonces y sigue planteando en la actualidad un enorme desafío intelectual, en la medida en que los paradigmas teóricos, en cualquier disciplina, son presupuestos o postulados fundamentales con los que se pretende simplificar una realidad compleja con el objetivo de explicarla, y al constituir conjuntos o sistemas de creencias armónicos y autosuficientes, resulta extremadamente difícil, por no decir imposible, separar o tomar elementos de cada uno de ellos para integrarlos en una especie de superparadigma que permita dar cuenta de las respectivas limitaciones o insuficiencias que presentan sus distintas fuentes teóricas por separado.
Sin embargo, sí parecería posible y conveniente trabajar en la identificación de puntos de contacto y de la posible complementariedad entre la teoría marxista del imperialismo, particularmente en su versión leninista, y la teoría realista de la política internacional, especialmente en su desarrollo neorrealista, para avanzar en la investigación de la política exterior de los estados. Incluso eventualmente se podría aspirar a lograr una síntesis teórica entre ambas corrientes de pensamiento, dado que una vez superada la falta de reconocimiento del carácter esencialmente clasista de la política exterior de los Estados -propia del realismo-, sus principales elaboraciones teóricas pudieran ser armonizables con una cosmovisión marxista de la política internacional.
Un esfuerzo de ese tipo podría ser particularmente relevante para el estudio riguroso de la política de Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe.
La teoría leninista del imperialismo sigue siendo una base indispensable para la comprensión de la política exterior de cualquier estado imperialista. Sus definiciones en torno a que al imperialismo le «es sustancial la rivalidad de varias grandes potencias en sus aspiraciones a la hegemonía»[16] y el reparto económico y político del mundo en esferas de influencia fundamentado en la fuerza económica general, financiera y militar de quienes participan en ese reparto[17], lo que genera «formas variadas de países dependientes que desde un punto de vista formal gozan de independencia política, pero que en realidad se hallan envueltos en las redes de la dependencia financiera y diplomática»[18] y «pasan a ser eslabones en la cadena de operaciones del capital financiero mundial»[19]; así como sus nociones sobre la correlación internacional de fuerzas y su naturaleza cambiante, como resultado del desarrollo desigual entre los distintos países, incluidos los más poderosos[20], de que «la 'unión personal' de los bancos y la industria se completa con la 'unión personal' de unas y otras sociedades con el gobierno[21]; y de que el imperialismo «en el aspecto político es, en general, una tendencia a la violencia y a la reacción»[22], mantienen, en lo esencial, una extraordinaria vigencia y resultan plenamente aplicables al estudio de la política exterior contemporánea de los Estados Unidos.
Pero si bien la teoría leninista del imperialismo establece un marco conceptual básico y general, no es suficiente para el estudio especializado de la política exterior de los estados, sobre todo para comprender o interpretar sus variaciones en el tiempo, entre otras razones, porque este fenómeno no era su centro de atención específico.
De ahí la necesidad de que los investigadores marxistas, al intentar explicar y pronosticar un fenómeno tan complejo como la política exterior norteamericana, incorporen y se apropien de aquellos aportes valiosos provenientes de otras escuelas de pensamiento existentes en los campos de la política internacional y de la política exterior, particularmente del realismo político y en especial, dentro de este, de su desarrollo neorrealista. La preferencia por la perspectiva realista, en lugar de otras, obedece a que sus mejores exponentes son los que han logrado desarrollar un aparato conceptual más sofisticado y adecuado para el estudio de la política exterior de las grandes potencias, en general, y la de los Estados Unidos, en particular.
Desde posiciones de izquierda ha prevalecido una postura de desencuentro y rechazo hacia el realismo político, a partir de que las elaboraciones teóricas procedentes de esta escuela de pensamiento históricamente han tendido a legitimar la estrategia de supremacía global desarrollada por los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. Es preciso reconocer, sin embargo, que en ocasiones tal actitud ha sido reforzada por el desconocimiento o por una lectura muy parcial o sesgada de las principales obras del realismo[23], además de que tampoco se suele tomar en cuenta la diversidad de posiciones políticas e ideológicas existentes en su interior. Obviamente, todo investigador de la escuela realista tiene como centro de atención la política exterior del estado al que sirve –usualmente una gran potencia-, y busca orientarla según lo que considera como sus mejores intereses y de acuerdo a los valores políticos e ideológicos que defiende y representa. Pero, teniendo conciencia de lo anterior, es necesario también reconocer que el realismo ha desarrollado todo un cuerpo teórico especializado en los campos de la política internacional y de la política exterior que no tiene alternativas a su misma altura, y que puede ser apropiado desde la perspectiva y en función de los intereses y proyectos políticos de los países «periféricos».
Además, debe tenerse presente que una buena parte de las críticas más demoledoras y mejor argumentadas contra las concepciones mesiánicas y relativas al «excepcionalismo norteamericano» -que tanto peso han tenido en la legitimación del expansionismo y el intervencionismo de la política exterior de los Estados Unidos a lo largo de la historia- han provenido precisamente de teóricos realistas. Esto se comprende mejor si se examina uno los principales postulados de esta corriente de pensamiento, expuesto por Hans Morgenthau y, con seguridad, totalmente desconocido por un presidente como George W. Bush:
El realismo político se niega a identificar las aspiraciones morales de una nación en particular con los preceptos morales que gobiernan el universo. Del mismo modo que establece la diferencia entre verdad y opinión, también discierne entre verdad e idolatría. Todas las naciones se sienten tentadas –y pocas han sido capaces de resistir la tentación durante mucho tiempo- de encubrir sus propios actos y aspiraciones con los propósitos morales universales. Una cosa es saber que las naciones están sujetas a la ley moral y otra muy distinta pretender saber qué es el bien y el mal en las relaciones entre las naciones. Hay una enorme diferencia entre la creencia de que todas las naciones se someten al inescrutable juicio de Dios y la convicción blasfema de que Dios siempre está del lado de uno y de que los deseos propios coinciden exactamente con los deseos de Dios.[24]
Por su parte, en una entrevista concedida en febrero de 2003, Kenneth Waltz, teórico fundador de la corriente neorrealista, refutó duramente toda la argumentación que propagaba entonces el gobierno norteamericano para justificar la invasión a Irak, e interrogado sobre cuál sería el mayor peligro derivado de la enormidad del poder unipolar de los Estados Unidos, según se apreciaba en ese momento, hizo la siguiente reflexión, que vale la pena reproducir in extenso:
El mayor peligro fue muy bien descrito por un clérigo francés, fallecido en 1713, que fue también un consejero de los gobernantes, quien dijo: nunca he conocido un país con un poder abrumador que haya actuado con autocontrol y moderación por más que un corto período de tiempo. Y hemos visto esto una y otra vez. Ello ilustra bien cómo los Estados no logran aprender de la historia, de las experiencias de otros países. Una y otra vez, los países que disponen de un poder abrumador, como ahora disponemos nosotros, han abusado de su poder. La característica fundamental de un mundo unipolar es que no existen equilibrios y contrapesos contra ese poder, y por eso es libre de actuar a su gusto. Al existir restricciones externas muy menores y débiles, todo depende de la política interna del país en cuestión. Ahora, es posible, por supuesto, imaginar que la política interna pueda ser una restricción. Se supone que los equilibrios y contrapesos funcionan en los Estados Unidos; es algo arraigado en nuestro pensamiento. Pero, en realidad, no funcionan muy bien o, al menos en mi opinión, no están funcionando muy bien. Ellos no colocan restricciones efectivas a lo que el gobierno puede hacer en el exterior. No colocan restricciones efectivas sobre cuánto gastamos en nuestras fuerzas armadas. [...] ¿Para qué queremos toda esa fuerza militar? Otros países están obligados a hacer esa pregunta. Ellos efectivamente hacen esa pregunta. Y ellos se preocupan sobre eso porque se puede abusar del poder muy fácilmente. [...] Al final, el poder equilibrará al poder, y no hay ninguna duda de que los chinos están muy incómodos con el grado con el que los Estados Unidos dominan el mundo militarmente. Con esto no quiero dar a entender que esto no molesta a otros países también. Pero China, si mantiene su cohesión política, sus capacidades políticas, tendrá a su debido tiempo los medios económicos y tecnológicos para competir.[25]
Más recientemente, el profesor norteamericano Stephen M. Walt se ha consolidado como uno de los intelectuales más interesantes y audaces dentro del sector académico especializado en las relaciones internacionales, con agudas críticas sobre la ideología neoconservadora e intervencionista, y desmitificando el «excepcionalismo norteamericano» y varios de los principales convencionalismos de la política exterior de los Estados Unidos.[26]
Por otro lado, parecería alcanzable una superación del realismo político en cuanto a su negación o desconocimiento de la esencia clasista de la política exterior de los Estados, que es su principal insuficiencia, por la vía de su integración dentro de una cosmovisión marxista, de modo general, y leninista, de manera particular, en lo que tiene que ver con las interacciones entre los Estados en las condiciones del imperialismo.
El carácter aclasista del realismo se manifiesta especialmente en conceptos claves como el del «interés nacional», la «seguridad nacional» y el Estado, entendido este último como un actor racional y unitario. Sin embargo, se debe reconocer que en los tres casos se trata de nociones consagradas por su amplio uso en la teoría de la política internacional y que resultan útiles y válidas siempre que se tenga claridad de que constituyen abstracciones cuyas definiciones histórico-concretas son impuestas a toda la sociedad por la clase dominante.
Los puntos de contacto entre la teoría leninista del imperialismo y el realismo son notables. Ambas perspectivas, al analizar la política internacional, son estado-céntricas[27] y le conceden la debida importancia a la correlación internacional de fuerzas (o distribución relativa del poder) entre las principales potencias, así como a los condicionamientos, presiones y restricciones que esto impone a la política exterior de los Estados y a las interacciones entre ellos.
Las respectivas visiones leninista y realista de la política internacional parten de un tronco común, la venerable tradición clásica que hunde sus antecedentes en la Antigüedad, con Sun Tzu, Tucídides y Cautilya, pasando posteriormente por Maquiavelo, Hobbes y Clausewitz, en un permanente contrapunteo con la tradición idealista -también muy respetable-, que ha sido una marca distintiva de la historia del pensamiento político internacional.
El realismo político es evidente en las concepciones de Lenin sobre el papel del Estado, así como en su visión sobre las relaciones internacionales de la época y en las muy duras decisiones que debió tomar como estadista. Por otro lado, el poder predictivo de su teoría sobre el imperialismo se reveló de manera impresionante y particularmente trágica con el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial. El hecho de que la configuración bipolar del sistema internacional prevaleciente durante la Guerra Fría y, sobre todo, el apocalíptico poder destructivo de las nuevas armas nucleares hayan prevenido la ocurrencia de un nuevo conflicto bélico directo y masivo entre las principales potencias, no invalida la convicción leninista en cuanto a la inevitabilidad de las pugnas y la competencia entre las principales potencias imperialistas, expresadas ahora en dimensiones y contextos no bélicos. Y si bien dichas rivalidades no prevalecieron sobre los elementos de cooperación inter-imperialista durante la Guerra Fría, ni tampoco lo han hecho en el período de supremacía norteamericana que le ha sucedido, la eventual conformación de un sistema multipolar a mediano y largo plazos podría generar condiciones que estimulen una dinámica esencialmente diferente, con predominio del conflicto entre las principales potencias.
Por otra parte, no fue algo casual que Kenneth Waltz, en su obra fundadora del neorrealismo, haya dedicado un importante espacio a las teorías del imperialismo de Hobson y de Lenin. Aunque su intención haya sido invalidar sus respectivas concepciones como teorías de la política internacional[28], es elocuente el hecho de que haya partido de ellos, así como de otros autores posteriores con formación o influencia marxista, para exponer su propia teoría.
Un proceso de acercamiento y complementariedad entre la teoría leninista del imperialismo (en particular la visión de la política internacional que de ella se deriva), y el aparato conceptual del realismo, tendría implicaciones prácticas de gran importancia para el estudio de la política norteamericana hacia América Latina y el Caribe. Podría ser muy útil, por ejemplo, para resistir la fuerte tentación de atribuir un carácter especialmente perverso a la élite dirigente de los Estados Unidos y a sus motivaciones de política exterior, y a personificar dicha política en sus presidentes, sea este un George W. Bush o un Barack Obama, lo que conduce a descuidar o desviar la atención de los factores esenciales y sistémicos que determinan la proyección imperialista de ese Estado. De esta forma, además, honraríamos la conocida sentencia martiana: «Es preciso que se sepa en nuestra América la verdad de los Estados Unidos. Ni se debe exagerar sus faltas de propósito, por el prurito de negarles toda virtud, ni se ha de esconder sus faltas, o pregonarlas como virtudes».[29]
Sin dudas la política de los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe ha estado cargada de una gran perversidad, que ha causado cientos de miles de víctimas directas y posiblemente millones de víctimas indirectas.[30]  Y, más allá de esta región, se trata del único Estado que ha utilizado la bomba atómica premeditadamente contra la población civil en grandes centros urbanos. Pero si, en lugar de los Estados Unidos, los latinoamericanos y caribeños hubieran tenido en el norte otra nación con un poder enorme sin contrapeso, probablemente la política de dicha potencia hacia los países situados al sur de su frontera no hubiera sido muy diferente. Obviamente, esta es una conjetura hipotética imposible de demostrar empíricamente de manera directa, pero la historia ofrece importantes pistas en ese sentido. No debe olvidarse, por ejemplo, el origen francés de los métodos de represión y tortura aplicados de manera tan profusa en un significativo número de países latinoamericanos y caribeños, así como el amplio expediente histórico de crímenes y atrocidades cometidos en todo el mundo y en diferentes momentos históricos por el imperialismo inglés, el francés, el alemán y el japonés, entre otros.[31] En nuestros días, la similitud entre las respectivas políticas exteriores de las potencias centrales se observa de manera notable en la alianza tácita entre los Estados Unidos y sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) con respecto a la mayor parte de los asuntos estratégicos que tienen que ver con América Latina y el Caribe.
Tanto la teoría leninista del imperialismo como el realismo enfatizan los condicionamientos sistémicos de la política exterior de los Estados, lo cual muchas veces es obviado o relegado por los analistas y los comentaristas de temas internacionales.
Tal falencia, por ejemplo, se manifiesta de manera intensa en vísperas de las elecciones presidenciales norteamericanas, en la extendida ansiedad con la que en todo el mundo y en los países latinoamericanos y caribeños, en particular, muchos dirigentes políticos, funcionarios gubernamentales, analistas y el público en general aguardan los resultados de dichos comicios, con la esperanza o el deseo de que triunfe la figura que supuestamente, en lo internacional, será más dialogante, cooperativa y multilateralista, condiciones usualmente asociadas al candidato demócrata. Pareciera así que se parte de la premisa de que es posible un cambio esencial o fundamental, en un sentido positivo, de la política hacia América Latina y el Caribe, aunque no cambien las condicionantes sistémicas derivadas de la naturaleza imperialista del Estado norteamericano y de la correlación internacional de fuerzas existente.
Este planteamiento en modo alguno implica una negación de las apreciables diferencias que han existido entre los sucesivos dirigentes, estrategas, ideólogos, fuerzas políticas y grupos de poder que han prevalecido en la conducción de la política exterior de los Estados Unidos en los sucesivos ciclos históricos, ni que esas diferencias no tengan importancia. Dentro del marco general de la misma estrategia imperialista, para América Latina y el Caribe no significó lo mismo la política desarrollada durante el gobierno de Woodrow Wilson que la desarrollada durante el gobierno de Franklin Delano Roosevelt, ambos demócratas, así como no fueron tampoco iguales los presupuestos ideológicos y la política desarrollada por el gobierno demócrata de James Carter que los del gobierno republicano de Ronald Reagan. Las decisiones tomadas o dejadas de tomar por los presidentes y otras autoridades norteamericanas pueden determinar el curso de los acontecimientos de manera decisiva, con implicaciones prácticas que se pueden medir incluso en términos de innumerables vidas humanas perdidas o gravemente afectadas. Estas decisiones, a su vez, están condicionadas por los respectivos sistemas de creencias, valores y visiones del mundo (y del papel de los Estados Unidos en el mismo) sustentados por estos dirigentes y funcionarios.
Uno de los presupuestos fundamentales que se puede compartir tanto desde un enfoque marxista como de uno realista es que la política de los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe ha estado históricamente condicionada, de manera decisiva, por las enormes diferencias de poder (considerado este en sus múltiples dimensiones) existentes entre ambas partes.
Este aspecto ha sido enfatizado por un gran número de autores, entre los cuales merecen destacarse el británico Gordon Connell-Smith, el norteamericano Lars Schoultz y el brasileño Samuel Pinheiro Guimarães, en todos los casos con obras que ya constituyen verdaderos clásicos y que contienen otras aportaciones conceptuales de gran relevancia para la conformación de un marco explicativo más acabado de la política latinoamericana y caribeña de los Estados Unidos.[32]
Así, para el británico Gordon Connell-Smith: «Por encima de todo, lo que diferencia a los Estados Unidos de la América Latina es la desigualdad de poder que hay entre ambos. Los Estados Unidos siempre han sido incomparablemente más poderosos que cualquiera de las demás naciones de América. […] Esta posición dominante de los Estados Unidos […] es el factor determinante en las relaciones interamericanas».[33]
Pero más allá de las obvias asimetrías en cuanto al poderío de ambas partes, existen otros factores de gran importancia que deben ser considerados para poder explicar el devenir de la política norteamericana hacia la región en sus continuidades, variaciones, ciclos y contradicciones. En primer lugar, habría que tener en cuenta sus motivaciones, conformadas por el conjunto de intereses militares, políticos y económicos con respecto a nuestra región, según han sido definidos en cada momento por la élite dirigente de ese país, mediante un complejo proceso de interpretación y representación de los intereses y objetivos de la clase dominante, pero que son presentados como demandas imperativas de la sociedad norteamericana en su conjunto y de sus aliados externos mediante las prácticas doctrinarias y discursivas, y los sofisticados mecanismos comunicacionales y de influencia ideológica al servicio del sistema de dominación.
Otros factores a considerar son la cultura política prevaleciente en la sociedad norteamericana en cada período histórico y, en ese contexto, las visiones ideológicas y otros rasgos característicos de sus dirigentes en la conducción de los asuntos internacionales, los cuales resultan particularmente relevantes para explicar las variaciones identificables en diferentes ciclos y coyunturas políticas, fundamentalmente en cuanto a los métodos, los instrumentos y los estilos empleados dentro de un mismo proyecto hegemónico perdurable en el tiempo. Al respecto, el profesor e investigador cubano Jorge Hernández Martínez, en una investigación publicada en 1989, dedicaba especial atención a los enfoques ideológicos de la política latinoamericana de los Estados Unidos, advirtiendo sobre la existencia de una continuidad básica -dada por el hegemonismo imperialista- que, en lugar de excluir reajustes y cambios de matices en dichos enfoques a lo largo del tiempo, los presuponía.[34]
Por último, y no por ello es un factor menos importante, siempre debe tenerse en cuanta el impacto derivado de las actuaciones de los diversos actores y movimientos políticos y sociales de América Latina y el Caribe, que no han sido receptores pasivos en su relación con los Estados Unidos sino protagonistas decisivos en los sucesivos ciclos de sometimiento, subordinación, cooperación, conflicto, resistencias y luchas emancipadoras.
Sin embargo, pese a esa diversidad de factores, en la base de todo siempre ha estado presente la extrema desigualdad en términos de poder existente entre los Estados Unidos y las naciones latinoamericanas y caribeñas, que ha sido así la variable causal fundamental sin la cual no podría explicarse el rasgo más notable y duradero de la política exterior norteamericana desde su surgimiento como tal: la vocación de superioridad y eventualmente de dominación hegemónica sobre dichas naciones. Por supuesto, tal rasgo transitó por fases históricas cualitativamente muy diferentes, determinadas por la correlación internacional de fuerzas existentes en cada momento. De una nación relativamente débil frente a las grandes potencias europeas del siglo diecinueve, a finales de esa propia centuria los Estados Unidos ya estuvieron en condiciones de derrotar y reemplazar a la decadente España y, luego de la Segunda Guerra Mundial, pudieron plantearse una estrategia de hegemonía exclusiva a nivel continental, como prerrequisito indispensable de un proyecto más amplio de supremacía universal.
El académico norteamericano Lars Schoultz tiene el indudable mérito de haber sido capaz de ir más allá de una respuesta simple a la interrogante sobre el factor determinante de la política de los Estados Unidos hacia América Latina, mediante una reflexión crítica que pone al descubierto el componente esencial  -situado en el ámbito del pensamiento de la clase dirigente de ese país- que subyace tras esa política, le confiere singularidad y unidad, y actúa como impedimento, desde el lado norteamericano, para la adopción de una postura de respeto mutuo hacia sus vecinos del sur:
La progresiva creencia de que la búsqueda del interés propio requiere esfuerzos siempre crecientes para influir en la conducta de un pueblo más débil –«desbordamiento hegemónico»– es común entre las grandes potencias, pero su completo significado en las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina estuvo enmascarado hasta fecha reciente por el imperativo de la Guerra Fría de excluir a la Unión Soviética del hemisferio occidental. Pero cuando la Unión Soviética desapareció y los intereses de seguridad de los Estados Unidos ya no requerían del mismo nivel de dominación, Washington identificó nuevos problemas –abarcando desde el tráfico de drogas hasta las dictaduras y la mala administración financiera- y actuó para aumentar[35] su control sobre América Latina. [...] Por aproximadamente dos siglos, la política norteamericana invariablemente ha tenido la intención de servir a los intereses de los Estados Unidos –intereses de diferente manera relacionados con la seguridad de la nación, nuestra política interna o nuestro desarrollo económico-. En la medida en que los desafíos a esos intereses varían, la política de los Estados Unidos se ajusta para enfrentarlos. Lo que permanece inalterable son los intereses. Aunque estos tres intereses son cruciales en cualquier explicación de la política de los Estados Unidos hacia América Latina, aún falta algo para alcanzar una explicación completa. Lo que subyace tras esos tres intereses es una creencia dominante de que los latinoamericanos constituyen una rama inferior de las especies humanas. [...] La creencia en la inferioridad latinoamericana es el núcleo esencial de la política de los Estados Unidos hacia América Latina, pues ella determina las medidas concretas que adoptan para proteger sus intereses en la región.[36]
Finalmente, en la conformación de un marco conceptual sobre la política exterior de los Estados en el que confluyan el marxismo y el realismo, habría que recuperar la importante contribución realizada por el ex diplomático brasileño Samuel Pinheiro Guimarães[37] con relación al tema de la hegemonía en las relaciones internacionales, de manera general, y en su aplicación en la política de los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe, en particular, en un libro excepcional y lamentablemente poco conocido en los países latinoamericanos hispanohablantes. En este sentido, sus elaboraciones en torno al concepto clave de «estructura hegemónica» -en su opinión, preferible al de «Estado hegemónico» resulta de gran utilidad para matizar en su justa medida una (correcta) visión estado-céntrica de la política internacional y, con relación al tema que nos ocupa, permite ubicar y comprender la funcionalidad de la política exterior norteamericana como instrumento dentro un sistema de dominación más amplio, pero sin que ello conduzca a desdibujar la identidad de los Estados Unidos como Estado nacional y actor más poderoso del sistema internacional, con intereses específicos propios.
Consideramos el concepto de estructura hegemónica como más apropiado para abarcar los complejos mecanismos de dominación. El concepto de «estructuras hegemónicas de poder» evita discutir sobre la existencia (o no), en el mundo de la pos Guerra Fría, de una potencia hegemónica, los Estados Unidos, y determinar si el mundo es unipolar o multipolar, si existe un condominio (o no). El concepto de «estructura hegemónica» es más flexible e incluye vínculos de interés y de derecho, organizaciones internacionales, múltiples actores públicos y privados, la posibilidad de incorporación de nuevos participantes y la elaboración permanente de normas de conducta; pero, en la esencia de esas estructuras, están siempre los Estados nacionales.[38]
De esta manera, siguiendo el razonamiento del distinguido diplomático y estudioso brasileño, las estructuras hegemónicas desarrollan estrategias de preservación y expansión de su poder en los ámbitos económico, tecnológico, político, militar e ideológico. También es preciso tener presente que el liderazgo de las mismas varía de acuerdo al espacio geográfico, el momento y el tema en cuestión.
En cuanto a la ubicación y el papel específico de los Estados Unidos en el sistema de dominación mundial, Pinheiro Guimarães apuntó:
En el centro de las estructuras hegemónicas se encuentran las grandes potencias y, dentro de ellas, la superpotencia –los Estados Unidos de América-, el único Estado con intereses económicos, políticos y militares en todas las áreas de la superficie terrestre, en la atmósfera y hasta en el espacio sideral, y el gran responsable por la creación de las estructuras hegemónicas que lideran. Así, el examen de los objetivos de la política exterior norteamericana desde la última posguerra es esencial para comprender el escenario internacional, la evolución de las grandes tendencias y la acción de las estructuras hegemónicas.[39]
A modo de conclusión parcial, la anterior exposición ha buscado sugerir que el avance hacia un encuentro conceptual entre la visión leninista de la política internacional y los sucesivos desarrollos teóricos del realismo, así como la incorporación de los importantes aportes conceptuales de otros autores anteriormente referidos, podría conducir a la conformación de un marco explicativo que contribuya a que tanto los estudios sobre la política de los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe como los proyectos políticos en el orden práctico para enfrentar la hegemonía norteamericana se doten de un mayor rigor teórico y científico. También sería más nítida la comprensión de que la política exterior de los Estados Unidos es la política propia de un Estado imperialista y de una gran potencia (en este caso de una superpotencia global que todavía no enfrenta un contrapeso efectivo, lo que agrava las cosas), y que siempre debería esperarse que sea esa y no otra. Por tanto, mientras no concurran transformaciones fundamentales de las condicionantes sistémicas de esta política -dadas por el carácter imperialista del Estado norteamericano y una correlación internacional de fuerzas en la que los Estados Unidos siguen gozando de una condición de supremacía-, solo es previsible que se manifieste de manera cooperativa o moderada frente a dos tipos de Estados: aquellos que se le someten o aquellos que logran desarrollar un poder disuasivo suficiente para preservar su seguridad y su soberanía, a partir tanto de fuerzas y recursos propios como de los que puedan adquirirse mediante alianzas y coaliciones externas.

América Latina y el Caribe en la estrategia global de los Estados Unidos.
Con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, la estrategia de política exterior desarrollada por los sucesivos gobiernos norteamericanos ha tendido a ser la expresión del consenso entre los principales sectores y grupos de poder existentes al interior de la clase dominante de ese país. Es importante subrayar, sin embargo, que esto nunca ha sido sinónimo de unanimidad de criterios. Por el contrario, incluso en los períodos en que tal consenso ha sido más sólido, siempre ha existido un debate sobre el curso a seguir por la nación norteña en sus asuntos externos, a partir de la variedad de intereses, percepciones y corrientes de pensamiento existentes al interior de la élite dirigente y, particularmente, dentro del sector involucrado y especializado en la conformación de la política exterior del país.[40] Incluso, este consenso ha sufrido situaciones de crisis y de quiebre, como ocurrió durante la guerra de Vietnam, así como períodos relativamente prolongados de indefinición, como sucedió en el período comprendido entre el fin de la bipolaridad y los sucesos del 11 de septiembre del 2001, y que en buena medida parece ser también la situación presente.
Pero si bien es necesario tener presente las anteriores matizaciones, resulta indudable que la estrategia de política exterior desarrollada por los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial ha tendido a ser bipartidista y consistente en cuanto a su esencia imperialista y su pretensión de supremacía global.
El surgimiento de tal aspiración fue un efecto bastante lógico de la situación tan ventajosa en la que se encontraron los Estados Unidos al concluir la contienda bélica, que devastó a las restantes grandes potencias de la época. Sin embargo, esta privilegiada posición se vio significativamente relativizada por la rápida emergencia de una superpotencia nuclear rival. Más de cuatro décadas después, el fin de la Guerra Fría pareció hacer viable nuevamente un proyecto hegemónico de alcance mundial, al presentarse una coyuntura caracterizada por un comentarista neoconservador como un “momento unipolar”[41]. Desde ese momento y hasta nuestros días, la estrategia de los Estados Unidos se ha dirigido, con resultados cada vez más dudosos, a perpetuar una condición de supremacía global, objetivo que sigue siendo proclamado como la doctrina oficial de su gobierno.
En este punto conviene recordar que en 1992 fue filtrado a la prensa un documento del Departamento de Defensa norteamericano que planteaba descarnadamente el objetivo de impedir, por todos los medios posibles, la emergencia de alguna nación o grupo de naciones con la aspiración de desafiar el «liderazgo» militar y económico de los Estados Unidos. Fragmentos del plan fueron filtrados al diario The New York Times, suscitando una andanada de reacciones negativas en el Congreso y de algunos funcionarios de la propia administración, así como de gobiernos extranjeros. Según trascendió en su momento, el documento fue revisado y el texto definitivo incorporó cambios en su lenguaje, adoptando un tono menos agresivo y un enfoque más multilateralista. En esencia, se sustituyó el lenguaje crudo y directo inicial por formulaciones eufemísticas.[42]  Sin embargo, la evidencia empírica desde inicios de la década de los noventa del pasado siglo hasta la actualidad, así como el examen del contenido de los propios documentos estratégicos y del discurso oficial evidencian que esa aspiración a la supremacía perpetua ha seguido siendo el principio rector de la política exterior norteamericana.[43]
El lugar que ocupa la región de América Latina y el Caribe dentro de este diseño estratégico de alcance mundial es un asunto que suscita un intenso debate de ideas. La importancia de esta polémica no se limita al campo académico, sino que tiene una gran relevancia para la acción política práctica de los gobiernos y los diversos actores políticos y sociales de la región, dado que tal acción en buena medida se orientará a partir del diagnóstico que se haga sobre el tema en cuestión.
En los extremos de este debate se sitúan, por un lado, aquellos que minimizan la importancia que tendría la región dentro de la política externa norteamericana y, por el otro, los que sostienen que la misma tiene un valor de primer orden dentro de la estrategia de perpetuación de la supremacía global de los Estados Unidos. Esta divergencia pudiera responder a una diversidad de factores, comenzando por la pluralidad de marcos teóricos y de perspectivas analíticas inherente a toda comunidad de investigadores y especialistas en las ciencias sociales. En ocasiones, sin embargo, es la expresión del enfrentamiento entre proyectos políticos e ideológicos irreconciliables, lo que imposibilita de entrada alcanzar cualquier consenso.[44]
En las manifestaciones de esta discusión en los medios académicos suele confundirse la importancia estratégica de América Latina para los Estados Unidos, que tiene un carácter permanente o duradero en términos históricos, con su nivel de prioridad en la conducción de la política exterior norteamericana, que por definición es un rasgo coyuntural.
La importancia estratégica de un país, región o tema dentro de la política exterior de un Estado tiene que ver con el valor o la significación que este le asigna a dicho país, región o tema dentro de su planificación estratégica para la consecución de sus metas y objetivos a largo plazo en el plano internacional. Por su parte, las prioridades de la política exterior se refieren al orden de precedencia y a la correspondiente asignación de recursos con los que un Estado ejecuta sus acciones de política exterior en un momento o período determinados. Es decir, cuál asunto debe ser atendido primero y cuál después, cuántos recursos se asignarían a cada uno y de qué manera en un momento dado. Así, un asunto de gran importancia estratégica podría no ser prioritario en el corto o mediano plazo, por encontrarse relativamente asegurado y no requerir de una mayor atención o asignación de recursos. De la misma manera, suele ocurrir que un país, región o tema que en sí mismos no tienen una importancia estratégica de primer orden, a partir de determinados eventos o coyunturas adquieren súbitamente la máxima atención de los dirigentes y una mayor asignación de recursos en la política exterior de un Estado, al entrar en juego otras cuestiones como la autoridad y el prestigio internacional, o debido a presiones provenientes de otros Estados (aliados o enemigos), de la política doméstica, o de ambos.[45]
El nivel de actividad de la política exterior norteamericana en cada momento y región del mundo está relacionado, sobre todo, con el grado en que sus intereses estratégicos estén siendo desafiados efectivamente por otros actores en cada zona geográfica. Resulta natural entonces que regiones como el Este de Asia, el Medio Oriente y Europa oriental, escenarios de una creciente competitividad entre las grandes potencias, demanden un nivel de actividad -expresado particularmente en términos de presencia militar y diplomática- mucho mayor que el dedicado a otras regiones del mundo percibidas como relativamente seguras.
A pesar de los importantes cambios y acontecimientos ocurridos en América Latina y el Caribe a partir de la Revolución Cubana y, posteriormente, durante el nuevo ciclo emancipador iniciado con la primera victoria electoral de Hugo Chávez en diciembre de 1998, la región ha seguido siendo considerada como una zona geográfica relativamente segura por parte de los planificadores estratégicos norteamericanos, a partir de la percepción de que en ella no se presentan en la actualidad amenazas a los intereses vitales de los Estados Unidos.[46] Aquí radica, posiblemente, la causa principal de su aparente baja prioridad en la política exterior de ese país.
A partir de la indebida identificación entre lo que es importante y lo que es prioritario, suele ocurrir que para medir la importancia asignada por los Estados Unidos a América Latina y el Caribe solo se tomen en cuenta las declaraciones, acciones o el intercambio de visitas al más alto nivel del gobierno norteamericano de turno (o, más bien, la carencia de ellas y la generalizada ignorancia sobre nuestra región demostrada una y otra vez por sus más altas autoridades)[47], como evidencias para sostener que los Estados Unidos “olvidan” o “descuidan” a América Latina y el Caribe[48]. En la base de este enfoque hay una falta de distinción entre la actividad política y diplomática más visible y pública, pero esencialmente episódica, desarrollada por las principales autoridades del gobierno de turno, y las acciones de penetración e influencia más sistemáticas, profundas y de largo plazo desarrolladas por estructuras y órganos estatales especializados que sostienen la continuidad de la política de los Estados Unidos para asegurar sus intereses permanentes y la consecución de sus objetivos estratégicos con relación a América Latina y el Caribe.[49] En el caso de la política hacia la región, este rol es desempeñado de manera muy notable por sus órganos militares, tanto regulares como especiales, así como por sus diversas y polifacéticas agencias de seguridad e inteligencia[50], cuestión que pareciera merecer una mayor atención por los estudiosos del tema.
También se ha insistido en la escasez (o incluso total ausencia) de referencias a América Latina y el Caribe en los documentos estratégicos y en los discursos de los presidentes norteamericanos, lo que sería otra evidencia de la poca relevancia de la región en la política exterior de ese país. Se hace así necesario recurrir nuevamente a lo advertido hace más de una década por Samuel Pinheiro Guimarães:
Se podría argumentar que América Latina, al contrario de lo que se propaga, es de hecho la zona estratégica más importante para los Estados Unidos. Que no reciba los recursos que juzga merecer, que no reciba el tratamiento respetuoso y la consideración de que se juzga merecedora, es otra cuestión. Tal vez no reciba tal atención, mientras otras áreas la reciben, justamente por encontrarse tan dependiente militar, política, económica e ideológicamente de los Estados Unidos, a tal punto que sus autoridades se permiten hoy simplemente no mencionarla en discursos, programas, relaciones de prioridades y memorias, mientras que los analistas académicos le dedican apenas una escasa atención. En segundo lugar, esa ausencia de mención no significa que en Washington no se siga con especial cuidado la evolución política en América Latina.[51]
La supuesta poca importancia de América Latina y el Caribe para los Estados Unidos se revela así como una gran falacia, promovida de manera insistente e interesada desde los Estados Unidos y sus mecanismos repetidores y formadores de opinión en el continente, con el objetivo de imponer  la noción de que los gobiernos de la región, si aspiran  a ganar espacio en el conjunto de prioridades norteamericanas, tienen que acatar de manera dócil las reglas del juego del sistema de dominación imperante. Todo esto, además, bajo el inaceptable presupuesto de que estar entre tales prioridades es, por definición, algo muy beneficioso para el país en cuestión. Esta actitud servil, lógica consecuencia del colonialismo mental de los sectores oligárquicos y de la derecha pronorteamericana, además de no guardar correspondencia con la trayectoria histórica de activa injerencia e intervencionismo por parte del imperialismo norteño contra los países latinoamericanos y caribeños, constituye un argumento desmovilizador respecto a la urgente necesidad de acelerar y profundizar los esfuerzos para construir una región lo más unida, justa y poderosa posible, en torno a la idea de la Patria Grande latinoamericana y caribeña.

Hacia el fin de la hegemonía
El esfuerzo intelectual orientado a intentar anticipar los posibles cursos futuros de la política norteamericana hacia América Latina y el Caribe requiere la utilización de un enfoque histórico-prospectivo que, por un lado, considere debidamente todas las fuerzas, factores y tendencias del pasado que impactan en el presente y, por el otro, aquellos elementos de cambio que impulsan la conformación de escenarios cualitativamente diferentes al sistema hegemónico imperante desde el pasado siglo, si bien este se ha expresado de manera desigual en cada período histórico y en las distintas subregiones geográficas de América Latina y el Caribe.[52]
Desde una perspectiva estrictamente histórica, es inobjetable la significación estratégica de primer orden que ha tenido América Latina y el Caribe durante el proceso evolutivo de los Estados Unidos desde una incipiente república independiente hasta la adquisición de su actual estatus como primera y única superpotencia mundial. Más allá de las diferencias identificables en los sucesivos gobiernos norteamericanos en cuanto a sus respectivas políticas, instrumentos, modalidades y estilos particulares desarrollados, la proyección desplegada por los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe, desde la proclamación de la Doctrina Monroe hasta nuestros días, ha estado marcada por una línea de continuidad impresionante, consistente en apoyarse en nuestra región para fortalecer su posición dentro de la correlación de fuerzas entre las grandes potencias y - ya en la condiciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial- desarrollar una estrategia de hegemonía a escala mundial.
En rigor, puede decirse entonces que esta vocación de control continental ha sido el rasgo más duradero y constante de la política exterior norteamericana desde su propio surgimiento. Y si bien las políticas específicas para lograrlo han tenido variaciones fundamentales, en función de la posición relativa de los Estados Unidos en cada momento histórico como resultado de los sucesivos cambios en la distribución del poder a nivel mundial, dentro de su estrategia global ha permanecido invariable el lugar reservado a América Latina y el Caribe como una zona geográfica que necesariamente debe ser controlada y, consustancialmente, negada al dominio o excesiva influencia de cualquier otra potencia extracontinental.
Como se afirmaba anteriormente, al finalizar la Segunda Guerra Mundial esta estrategia de control e influencia sobre las naciones latinoamericanas y caribeñas pudo extender su alcance geográfico y temático, adquiriendo un nuevo sentido y un nuevo contenido dentro de un proyecto de hegemonía global, percibido entonces por los principales estrategas norteamericanos como viable, lógico e imperativo.
Algunos podrían argumentar que la anterior descripción ha perdido vigencia y que incluso la Doctrina Monroe ha sido derogada oficialmente por el gobierno de los Estados Unidos, en palabras de su propio Secretario de Estado, John Kerry.[53] Sin embargo, la continuidad de la política de hostilidad activa -más o menos encubierta, según el caso- hacia todo proceso emancipador en nuestra región[54], con el fin último de revertirlos, así como las reacciones contrarias –también más o menos veladas, según las naciones implicadas- a toda intensificación de los vínculos entre los Estados latinoamericanos y caribeños con actores extracontinentales de peso (China, Rusia, India e Irán), ponen en evidencia la diferencia existente entre un ejercicio esencialmente retórico como el realizado por Kerry, orientado a ajustar las formulaciones doctrinarias públicas de los Estados Unidos al actual contexto político del continente, y la realidad de la permanencia de una política de control sobre el continente americano, justamente la quintaesencia de la Doctrina Monroe, basada ahora en el hecho de que los Estados Unidos no pueden pretender mantener una posición de supremacía mundial si no son capaces de dominar en lo fundamental y de manera exclusiva al hemisferio occidental.
Los intereses estratégicos de los Estados hacia América Latina y el Caribe podrían relacionarse de manera muy sintética, y sin reflejar necesariamente un orden de prioridad, de la manera siguiente:
§  Mantener una superioridad abrumadora en el plano estratégico-militar en el continente americano.[55]
§  Preservar, reproducir y renovar los mecanismos estructurales de dependencia e inserción subordinada de las economías latinoamericanas y caribeñas en el sistema económico mundial.
§  Garantizar el acceso, en condiciones ventajosas, a los recursos naturales estratégicos presentes en la región.
§  Maximizar su participación en los sistemas de propiedad, la base productiva, los mercados y los sistemas financieros de los países latinoamericanos y caribeños, buscando asegurar márgenes de superioridad relativa con respecto a otras potencias extrarregionales.
§  Potenciar la influencia de los valores ideológicos y culturales norteamericanos, y asegurar su predominio en los circuitos informativos y del entretenimiento.
§  Contrarrestar y controlar, manteniéndolos en niveles tolerables, los fenómenos transnacionales percibidos como amenazas para la sociedad norteamericana (tráfico de drogas, crimen organizado y migraciones).
Respecto a las prioridades bilaterales específicas, pueden identificarse las siguientes:
§  La relación con México. Es el nexo bilateral más intenso de los Estados Unidos con la región. El comercio con México, país miembro del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), representó en el año 2013 el 60%[56] del comercio de los Estados Unidos con América Latina y el Caribe, así como alrededor del 13% de su comercio total a nivel mundial, lo que sitúa a ese país latinoamericano como su tercer socio comercial más importante, solo detrás de Canadá y China, y bien por delante de Japón.[57] Es un interés norteamericano fundamental profundizar el control y la absorción subordinada de la economía mexicana, incluyendo los recursos petroleros. El enfrentamiento a la emigración ilegal, el tráfico de drogas y la actividad criminal en ambos lados de la frontera, sirven de contexto legitimador de una creciente presencia de personal militar, policíaco y de seguridad norteamericano en México.
§  La intensificación de la política de cooptación hacia Brasil. El gobierno de Obama auspició una creciente institucionalización del diálogo político, incluyendo los aspectos de cooperación militar y los temas de seguridad, y proliferaron las iniciativas y programas bilaterales en materia económica, científica y educacional.[58] El ritmo de avance de este proceso se detuvo a partir de las revelaciones de Edward Snowden sobre el espionaje contra Brasil[59], pero la parte norteamericana ha insistido en las gestiones para retomarlo durante el segundo mandato presidencial de Dilma Rousseff.[60]
§  La ampliación y la profundización de la red de acuerdos bilaterales de liberalización económica con varios países del continente, en el contexto de un posible Acuerdo de Asociación Transpacífica (TPP).
§  La ampliación y la profundización de los acuerdos bilaterales y los regímenes subregionales cooperativos en materia militar y de seguridad. La Cuenca del Caribe continúa siendo un área de máxima prioridad en materia de seguridad. Dentro de ella, tener una presencia militar en Colombia reviste particular importancia por su ubicación geográfica equidistante con respecto  a los dos extremos del continente americano y su eventual utilización futura, de considerarse necesario, como punta de lanza hacia Venezuela, la región amazónica y otros territorios de América del Sur ricos en recursos naturales.[61]
§  La realización de todos los esfuerzos posibles para desgastar, subvertir, derrocar e intentar revertir los diversos procesos emancipadores en el continente (gobiernos de los países miembros del ALBA-TCP, otros gobiernos progresistas, así como los procesos multilaterales de concertación, cooperación e integración regionales).
En el marco del denominado Sistema Interamericano -que hasta hoy sigue funcionando, en lo esencial, como el principal instrumento multilateral de su política hacia el continente, pese a múltiples y sonados tropiezos- el gobierno norteamericano ha tenido que asumir la participación de Cuba en las Cumbres de las Américas, lo que ha significado la remoción de uno de los principales tabús ideológicos derivados de la política de hostilidad y aislamiento seguida históricamente por la superpotencia norteña contra la Revolución Cubana.
De manera general, a corto y mediano plazo, es previsible que los Estados Unidos continuarán desplegando una sistemática campaña de satanización mediática de todos los líderes, actores sociales y procesos que se oponen a la dominación norteamericana, con el correspondiente apoyo a todos aquellos aliados locales portadores de los intereses retrógrados, imperiales, transnacionales y oligárquicos. Igualmente, deberá proseguir el estímulo a la división entre una “América Latina del Pacífico”, supuestamente bien dispuesta para recibir los beneficios de la globalización neoliberal, frente a la “América del Atlántico”, limitada por pretendidos prejuicios neoproteccionistas y nacionalistas anticuados. Y, finalmente, deberá seguir el discurso orientado a dividir a las fuerzas y a los gobiernos antineoliberales entre una “izquierda responsable” y otra que supuestamente no lo es.
Desde el punto de vista prospectivo, existe el criterio bastante extendido entre los especialistas de política internacional en el sentido de que el mundo atraviesa en estos momentos por un proceso de tránsito de un sistema unipolar hacia uno multipolar, derivado de la crisis de hegemonía del imperialismo norteamericano y del ascenso de nuevas grandes potencias.[62]
En cualquier caso, como lo ha sido en el pasado, la correlación internacional de fuerzas, en general, y la extrema desigualdad existente entre ambas partes en términos de poder, en particular, seguirán siendo factores determinantes de la perdurabilidad o no del carácter hegemónico de la política norteamericana hacia América Latina y el Caribe. Podría anticiparse, por tanto, que las tendencias y los rasgos dominantes de la política de los Estados Unidos hacia nuestra región, en el futuro a mediano y largo plazos, en buena medida dependerán de si se verifica o no en la práctica el tránsito del sistema internacional hacia una configuración multipolar.
En caso positivo, parecería plausible la hipótesis de que, en la medida en que los Estados Unidos enfrenten una mayor competencia de parte de otras grandes potencias y tengan mayores dificultades para imponer sus designios en otras regiones del mundo, la importancia estratégica de América Latina y el Caribe se evidenciará de manera más clara y, consecuentemente, aumentará el nivel de prioridad de la región dentro de la política exterior norteamericana, como vía de reafirmación y soporte fundamental de su estatus como potencia a nivel mundial. Esto implicaría que, de confirmarse la tesis de la declinación del poder de los Estados Unidos, con seguridad América Latina y el Caribe será la última región del mundo a cuyo control renunciaría. Y si bien tal proceso de declinación podría ser muy conveniente estratégicamente para nuestra región, creando un contexto más favorable para el avance y la profundización de su proceso unitario, su decurso podría conllevar situaciones muy peligrosas, a partir de la posibles acciones drásticas y desesperadas que podrían desarrollar los Estados Unidos con el objetivo de reafirmarse sobre el continente americano, en su afán de situarse en mejores condiciones para enfrentar la creciente competencia de las otras grandes potencias.
En el escenario contrario, es decir, de mantenimiento de los Estados Unidos como la primera y única superpotencia a nivel mundial –o incluso en el caso extremo de un retorno a la unipolaridad-, nuestra región se mantendría como un territorio asegurado o controlado en lo esencial en lo que respecta a sus intereses permanentes o “vitales”, y seguiría fuera del alcance y de la excesiva influencia de otras potencias extracontinentales, por lo que su política hacia América Latina y el Caribe no tendría que tener un elevado perfil ni una mayor asignación de recursos, con independencia de su valor estratégico subyacente.
La posición dominante en el continente americano se revela así como una condición necesaria para que los Estados Unidos puedan pretender el sostenimiento de un proyecto hegemónico a nivel mundial. En esto radica la importancia fundamental que, en términos estratégicos, tiene la región de América Latina y el Caribe para la superpotencia norteña. Pero incluso en el escenario de un sistema internacional verdaderamente multipolar, la relación con nuestra región siempre representará un punto de apoyo básico para la posición norteamericana en un contexto competitivo frente al resto de las principales potencias.
Mientras los Estados Unidos disfruten de una enorme superioridad en términos de poder con respecto a los Estados latinoamericanos y caribeños, no sería realista esperar un cambio esencial en su estrategia hegemónica. Por tanto, para lograr el establecimiento de una relación tendiente a la igualdad y a un tratamiento respetuoso por parte de los Estados Unidos, los países de nuestra región no tienen otro camino que el fortalecimiento de su propia posición. Ello puede lograrse por tres vías que se refuerzan mutuamente: el incremento de sus respectivas dotaciones de recursos de poder nacional a un ritmo más rápido que el de los Estados Unidos; la aceleración y la profundización de los procesos concertacionistas, colaborativos e integracionistas entre los Estados latinoamericanos y caribeños -que podrían conducir, eventualmente, a la constitución de entidades políticas mayores-; y el establecimiento de alianzas extracontinentales para balancear el excesivo poderío norteamericano.
En síntesis, la transformación de la tradicional política hegemónica de los Estados Unidos hacia América Latina y el Caribe en otra esencialmente diferente, tendiente al respeto y la cooperación entre iguales, sin dudas será un proceso paulatino y sinuoso, y solo será posible con una América Latina y el Caribe mucho más poderosa, unida y digna.



[1] Guevara, Ernesto Che: «Conferencia de la OEA en Punta del Este», en Che Guevara presente. Antología mínima, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2011 p. 257.

[2] Este debate es perceptible en el amplio número de libros, ensayos y artículos dedicados al tema. Para una muestra de publicaciones recientes, que reflejan diversas posiciones, cfr. The Brookings Institution: U.S. Grand Strategy: World Leader or restrained power?, Washington, 2014; Campbell Craig et al: «Debating American Engagement: The Future of U.S. Grand Strategy», International Security, Volume 38, Number 2, Fall 2013, pp. 181-199; Ted Galen Carpenter: «Delusions of Indispensability», The National Interest, Number 124, March / April, 2013, pp. 47-55; Daniel W. Drezner «Military Primacy Doesn’t Pay (Nearly As Much As You Think)», International Security, Volume 38, Number 1, Summer 2013, pp. 52-79; R.D. Hooker, Jr.: The Grand Strategy of the United States, National Defense University Press, Washington, 2014; Barry R. Posen and Andrew L. Ross: «Competing Visions for U.S. Grand Strategy», International Security, Vol. 21, No. 3 (Winter 1996/97), pp. 3–51; Ali Wyne: «What is America’s role in the World?», The American Interest, October 30, 2014.

[3] Como un ejemplo ilustrativo, del ámbito militar, en el año 2013 los Estados Unidos desplegaron fuerzas de operaciones especiales (SOFs, por sus siglas en inglés) en 134 países, en los cuales desarrollaron misiones combativas, especiales o de asesoría y entrenamiento, constituyendo una de las formas más agresivas y crecientemente utilizadas para la proyección de su poderío a nivel mundial. Cfr. Nick Turse: «The Special Ops Surge: America’s Secret War in 134 Countries», TomDispatch, 2014, <http://www.tomdispatch.com/blog/175794> y Jeremy Scahill: Dirty Wars: The World Is a Battlefield, Nation Books, New York, 2013.

[4] Se sigue aquí la definición de “instituciones internacionales” empleada por el académico norteamericano Robert O. Keohane: «Conjuntos de reglas (formales o informales) persistentes y conectadas, que prescriben papeles de conducta, restringen la actividad y configuran las expectativas» (cfr. Robert O. Keohane: Institucionales internacionales y poder estatal: Ensayos sobre teoría de las relaciones internacionales, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1993. pp. 16-17). De esta forma estarían comprendidas las organizaciones internacionales como las Naciones Unidos, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio; y los regímenes jurídicos como el Tratado de No Proliferación Nuclear y el Derecho del Mar. La gran mayoría de las principales instituciones que conforman el orden internacional vigente, entre las que se encuentran las anteriormente mencionadas, fueron establecidas con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial y, en todos los casos, los Estados Unidos fueron sus principales auspiciadores o estuvieron entre sus principales impulsores. Aunque se trata de un tema muy complejo y que requiere de las debidas matizaciones, puede afirmarse que, como saldo general, estas instituciones han tendido a ser instrumentales respecto a la estrategia de hegemonía global de los Estados Unidos.

[5] Algunos proyectos planteados en fechas recientes en el marco del grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) podrían ser apreciados como parte de un esfuerzo para la búsqueda de una alternativa y un contrapeso al orden prevaleciente, marcadamente pro norteamericano y pro europeo occidental, y que desde el punto de vista institucional no refleja adecuadamente la actual distribución del poder a nivel internacional. Pero todavía se trata de un proceso incipiente que debe demostrar su viabilidad y sus posibilidades de profundización en el largo plazo.

[6] El concepto de “élite” empleado en este trabajo se corresponde básicamente con el de la “élite del poder” brillantemente diseccionada por C. Wright Mills en su libro clásico sobre el tema (cfr. C. Wright Mills: La élite del poder, Fondo de Cultura Económica, México, 1987).

[7] Cfr. Atlantic Council: Envisioning 2030: US Strategy for a Post-Western World, Washington, 2012; Sergio Fabbrini: «After Globalization: Western Power in a Post-Western World», Online Journal of Global Public Policy, 2010, <http://www.globalpolicyjournal.com/articles/global-governance/after-globalization-western-power-post-western-world>; Trine Flockhart et al: Liberal Order in a Post-Western World, Transatlantic Academy, Washington, 2014 y Fareed Zakaria: The Post-American World, W. W. Norton & Company, New York-London, 2008.

[8] El concepto de “poder relativo” se refiere a la comparación del poder de los Estados Unidos con el de otras potencias. Es decir, la clave de la discusión no es si el poder norteamericano disminuye o no en términos absolutos, sino en términos relativos con respecto a la evolución del poder de otras potencias real o potencialmente competidoras. Esta polémica cobró fuerza a partir de la publicación en 1987 de un célebre libro del historiador británico Paul Kennedy, lo que no significa que el tema haya surgido en ese momento. Por ejemplo, ya en 1971 una sección de una compilación de textos del eminente economista brasileño Celso Furtado se titulaba “Declinación de la hegemonía de Estados Unidos y opción policentrista”. (Cfr. Paul Kennedy: The rise and fall of the great powers: economic change and military conflict from 1500 to 2000, Vintage Books, New York, 1989 y Celso Furtado: La hegemonía de los USA y América Latina, Edicusa, Madrid, 1971).

[9] Castro, Fidel: «La genialidad de Chávez», Cubadebate, 2012, <http://www.cubadebate.cu/reflexiones-fidel/2012/01/26/la-genialidad-de-chavez>.
[10] Shimko, Keith: «Foreign Policy», en International Encyclopedia of the Social Sciences, The Gale Group, 2008, Vol. 3, p. 169.

[11] Roberto González Gómez: Teoría de las Relaciones Políticas Internacionales, La Habana: Pueblo y Educación, 1990, p. 33. Nótese que esta definición se centra en las relaciones interestatales y no se refiere a la actuación de los Estados con respecto a los actores no estatales, de creciente importancia en el mundo contemporáneo. En este punto, sin embargo, debe tenerse presente que muchas veces tal actuación tiene realmente como objetivo final a otros Estados o agrupaciones de Estados.

[12] Ibídem, pp. 33-34.

[13] Para obras representativas, en cada caso, cfr. Hans J. Morgenthau: Política entre las naciones: La lucha por el poder y la paz, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1986; Karl W. Deutsch: The Analysis of International Relations, Prentice-Hall, Englewood Cliffs, 1978; Kenneth N. Waltz: Teoría de la política internacional, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1988; Robert O. Keohane: After Hegemony: Cooperation and Discord in the World Political Economy, Princeton University Press, Princeton, 1984; Stanley Hoffmann: Jano y Minerva: Ensayos sobre la guerra y la paz, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1991; Joseph S. Nye: La naturaleza cambiante del poder norteamericano, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1991; Samuel P. Huntington: El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Paidós, Buenos Aires, 1997; John J. Mearsheimer: The Tragedy of Great Power Politics, W. W. Norton & Company, New York-London, 2001 y James N. Rosenau: The Study of World Politics, Routledge, New York, 2006.

[14] Roberto González Gómez: «La recomposición de las relaciones internacionales en la pos Guerra Fría. La búsqueda de un nuevo paradigma interpretativo desde América Latina», en Iberoamérica hacia el Tercer Milenio, Instituto Matías Romero, México, 1993, pp. 15-25.

[15] Para un tratamiento panorámico del debate paradigmático y la evolución teórica en la disciplina de las relaciones internacionales, cfr. Celestino del Arenal: Introducción a las relaciones internacionales, Tecnos, Madrid, 2003; James E. Dougherty y Robert L. Pfaltzgraff: Teorías en pugna en las relaciones internacionales, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1993 y Christian Reus-Smit y Duncan Snidal (editores): The Oxford handbook of international relations, Oxford University Press, New York, 2008.
[16] Vladímir Ilich Lenin. «El imperialismo, fase superior del capitalismo», en Obras escogidas en tres tomos, Tomo 1, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú (sin año), p. 801.

[17] Ibídem, p. 826

[18] Ibídem, p. 796.

[19] Ibídem, p. 797. Al observar actualmente el enfrentamiento del gobierno argentino contra el asedio de los fondos buitre, así como otras situaciones similares alrededor del mundo, se hace imposible no tener presente las evaluaciones leninistas sobre el papel dominante del capital financiero, al que consideró como «una fuerza tan considerable, puede decirse tan decisiva, en todas las relaciones económicas e internacionales, que es capaz de subordinar, y en efecto subordina, incluso a los Estados que gozan de la independencia política más completa [...]».

[20] Ibídem, p. 830.

[21] Ibídem, p. 756.

[22] Ibídem, p. 800. En otro momento, Lenin amplía este punto de una manera muy contemporánea: «El imperialismo es la época del capital financiero y de los monopolios, los cuales traen aparejada en todas partes la tendencia a la dominación y no a la liberad. La reacción en toda la línea, sea cual fuere el régimen político [...]. Ibídem, p. 827.
[23] Aunque en la trayectoria del realismo hay otros textos de gran importancia, la Política entre las naciones de Morgenthau es considerada la obra más influyente dentro de esta escuela de pensamiento (Hans J. Morgenthau: Ob. cit.). Por su parte, para el texto fundador del neorrealismo, cfr. Kenneth N. Waltz: Ob. cit.

[24] Hans J. Morgenthau: Ob. cit, p. 22.

[25] «Conversation with Kenneth N. Waltz», 2003, <http://globetrotter.berkeley.edu/people3/Waltz/waltz-con0.html> (traducción propia).

[26] Walt es profesor en la Escuela de Gobierno de la Universidad de Harvard y es principalmente reconocido por su coautoría del libro El lobby de Israel y la política exterior de los Estados Unidos, publicado en el 2007 y considerado por muchos como el estudio más serio y profundo sobre el tema (Cfr. John J. Mearsheimer y Stephen M. Walt: The Israel Lobby and U.S. Foreign Policy, Farrar, Straus and Giroux, New York, 2007). Sus concepciones se inscriben dentro del llamado «realismo defensivo», una de las vertientes del realismo político. Para una muestra representativa de su pensamiento, cfr. Stephen M. Walt: «Wishful Thinking: Top 10 examples of the most unrealistic expectations in contemporary U.S. foreign policy», Foreign Policy, 2011 <http://www.foreignpolicy.com/articles/2011/04/29/wishful_thinking>; «The Myth of American Exceptionalism», Foreign Policy, 2011, <http://www.foreignpolicy.com/articles/2011/10/11/the_myth_of_american_exceptionalism>, «Would You Die for That Country?», Foreign Policy, 2014 <http://www.foreignpolicy.com/articles/2014/03/24/would_you_die_for_this_country_ukraine>, y «Being a Neocon Means Never Having to Say You're Sorry», Foreign Policy, 2014, <http://www.foreignpolicy.com/articles/2014/06/20/being_a_neocon_means_never_having_to_say_you_re_sorry_dick_cheney_william_kristol>.

[27] Con todo lo que pueda decirse con respecto al creciente papel de los actores no estatales en la política internacional contemporánea, y aunque es un tema de mucha discusión, la política internacional contemporánea sigue funcionando, en su esencia, como un sistema estado-céntrico.
[28] Lo que, en rigor, es correcto, pues la materia centro de atención de las respectivas obras de Hobson y de Lenin era la formación económica y social capitalista en su estadio más avanzado, y no la política internacional. (Cfr. Kenneth N. Waltz: Ob. Cit.)

[29] José Martí: «La verdad sobre los Estados Unidos», en En las entrañas del monstruo, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1984, p. 444.

[30] Sobre este saldo trágico, cfr. Luis Suárez Salazar: Madre América. Un siglo de violencia y dolor (1898-1998), Ciencias Sociales, La Habana, 2003.

[31] Para un ilustrativo compendio sobre este tema, cfr. Gilles Perrault et al: El libro negro del capitalismo, Txalaparta, Tafalla, 2001.

[32] Cfr. Gordon Connell-Smith: Los Estados Unidos y la América Latina, Fondo de Cultura Económica, México, 1977; Lars Schoultz: Beneath the United States: A History of U.S. Policy toward Latin America, Harvard University Press, Cambridge-London, 1998 y Samuel Pinheiro Guimarães: Quinhentos anos de periferia: uma contribução ao estudo da política internacional, UFRGS-Contraponto, Porto Alegre-Rio de Janeiro, 2002.

[33] Gordon Connell-Smith: Ob. cit., p. 24.

[34] Jorge Hernández Martínez: Seguridad Nacional y política latinoamericana de Estados Unidos, Centro de Estudios sobre Estados Unidos (CESEU), La Habana, 1989.

[35] Énfasis en cursiva en el texto original del autor.

[36] Lars Schoultz: Ob. cit., pp. xiv-xv.

[37] Samuel Pinheiro Guimarães se desempeñó como el segundo hombre de la cancillería brasileña durante los gobiernos de Lula hasta el año 2009, cuando fue designado Ministro Jefe de la Secretaria de Asuntos Estratégicos de la Presidencia de la República. A inicios de la década pasada, durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, fue sancionado por su activa y pública oposición al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Ha sido profesor de la Universidad de Brasilia y del Instituto Rio Branco (academia diplomática de la cancillería brasileña). Es autor de los libros “Quinientos años de periferia” (1999) y “Desafíos brasileños en la era de los gigantes” (2006). En el 2006 recibió el premio al Intelectual del Año, otorgado por la Unión Brasileña de Escritores.
[38] Pinheiro Guimarães, Samuel: Ob. cit., p. 28.

[39] Ibídem, p. 73.
[40] Este permanente debate se hace visible a nivel público a través de los principales medios informativos y las publicaciones especializadas, así como en los múltiples eventos dedicados al tema que se realizan cotidianamente en el Congreso y en los principales centros académicos, “tanques de pensamiento” y fundaciones.

[41] Charles Krauthammer: «The Unipolar Moment», Foreign Affairs, Vol. 70, No. 1, 1990/1991, pp. 23-33.

[42]Patrick Tyler: «U. S. strategy plan calls for insuring no rivals develop» The New York Times, 1992, <http://www.nytimes.com/1992/03/08/world/us-strategy-plan-calls-for-insuring-no-rivals-develop.html> y «Pentagon drops goal of blocking new superpowers», The New York Times, 1992, <http://www.nytimes.com/1992/05/24/world/pentagon-drops-goal-of-blocking-new-superpowers.html>.

[43] Como ha hecho notar Jorge Hernández Martínez, en los documentos oficiales norteamericanos de política exterior nunca se habla de «hegemonía», «dominación» o «supremacía» (cfr. Jorge Hernández Martínez: «Gato por liebre. Hegemonía y seguridad nacional en las relaciones entre los Estados Unidos y América Latina», en Miradas a los Estados Unidos. Historia y contemporaneidad, UH, La Habana, 2011, pp. 131-144.) En su lugar, se utiliza de manera eufemística y reiterativa el vocablo «liderazgo». Por ejemplo, en la Estrategia de Seguridad Nacional, actualizada el mes de febrero de 2015, de manera diáfana se ratifica la vocación hegemónica de los Estados Unidos a nivel global, al punto de que, siendo un documento de 29 páginas, el vocablo “liderazgo” (u otros derivados del mismo) es utilizado 74 veces  (12 de ellas en las dos páginas introductorias firmadas por el presidente Barack Obama), en referencia al papel que de manera supuestamente ineludible y providencial le correspondería desempeñar a este país en el mundo (cfr. National Security Strategy, The White House: National Security Strategy, Washington, 2015).

[44] Podría ser el caso, por ejemplo, de dos exponentes muy representativos de las respectivas posiciones y cuya única coincidencia posiblemente sea la de haber nacido ambos en Buenos Aires. Se trata, respetivamente, del columnista de El Nuevo Herald, Andrés Oppenheimer, y del sociólogo y politólogo Atilio Boron. En el caso de Oppenheimer, desde hace décadas ha fungido como un portavoz de la derecha pronorteamericana más servil y recalcitrante a nivel continental. En el caso de Boron, se trata de uno de los principales exponentes latinoamericanos del pensamiento crítico, antihegemónico y reivindicador de la teoría del imperialismo. Uno de sus trabajos más recientes contiene una sólida argumentación sobre la importancia estratégica de nuestra región para los Estados Unidos. Cfr. Atilio Boron: América Latina en la geopolítica del imperialismo, pp. 59-76.

[45] Por ejemplo, así ha ocurrido en tiempos recientes, para la política exterior norteamericana, con las respectivas situaciones en torno de Siria, Ucrania y, nuevamente, Irak.

[46] Aunque las definiciones tan convenientemente laxas de los estrategas norteamericanos en torno a fenómenos transnacionales como el crimen organizado, el tráfico de drogas, el terrorismo y los flujos migratorios siempre tienen un potencial de manipulación, exacerbación y escalamiento conflictivo muy peligroso, al tiempo que establecen el contexto que justifica el establecimiento (sobre todo en la zona de México, Centroamérica y el Caribe) de una presencia avanzada de personal militar, policial y de inteligencia, así como de mecanismos políticos y jurídicamente vinculantes cada vez más lesivos a la soberanía de los Estados latinoamericanos y caribeños.

[47] Ignorancia que, sin embargo, no ha impedido a estas altas autoridades adoptar políticas y decisiones criminales, agresivas y desestabilizadoras contra países latinoamericanos y caribeños cuando lo han estimado necesario. Un caso arquetípico es el de Henry Kissinger, Asesor de Seguridad Nacional y Secretario de Estado durante el gobierno de Richard Nixon, quien –como hiciera notar el académico norteamericano Harold Molineu-, a pesar de su falta de conocimiento sobre América Latina, reconocida por él mismo, no tuvo el menor reparo para tener un papel protagónico en la gigantesca operación para derrocar al gobierno constitucional chileno de Salvador Allende (cfr. Harold Molineu: U.S. Policy toward Latin America: From Regionalism to Globalism, Westview Press, Boulder-San Francisco-Oxford, 1990 y Henry Kissinger: White House Years, Simon & Schuster, 2011).

[48] Para un ejemplo típico, cfr. Andrés Oppenheimer: «La fatiga latinoamericana de Obama», El Nuevo Herald, 2013, <http://www.elnuevoherald.com/2013/09/28/v-print/1578051/oppenheimer-la-fatiga-latinoamericana.html>.

[49] Esta necesaria diferenciación ha llevado al profesor e investigador cubano Luis Suárez Salazar a utilizar las nociones de “gobierno temporal” y “gobierno permanente” (cfr. Luis Suárez Salazar: Obama, la máscara del poder inteligente, Ciencias Sociales, La Habana, 2010. p. 1), aunque en el campo de la política internacional y la diplomacia es más frecuente la distinción entre “política de gobierno” y “política de Estado” para manejar la misma idea. En cualquiera de los dos casos, se trata de una distinción particularmente útil al abordar la proyección de los Estados Unidos hacia la región, que se apoya en estructuras de dominación y dependencia multidimensionales sedimentadas históricamente, dentro de las cuales sobresalen las de carácter militar, económico-financiero e ideológico-cultural.

[50] Ello ha permitido a Atilio Boron, en el libro anteriormente referido, apreciar una creciente “militarización” de la política exterior norteamericana, en general, y hacia América Latina y el Caribe, en particular (cfr. Atilio Boron: Ob. cit., pp. 77-97).

[51] Samuel Pinheiro Guimarães, Ob. cit., p. 99.
[52] Históricamente los Estados Unidos le han otorgado una importancia vital, desde el punto estratégico y geopolítico, a la subregión de México, Centroamérica y el Caribe, que ha sido así la principal víctima de toda la panoplia de instrumentos y mecanismos de sometimiento y dominación concebibles, incluyendo numerosas intervenciones militares directas. En América del Sur, sin embargo, sobre todo durante la primera mitad del pasado siglo, existió cierto equilibrio de fuerzas e influencias entre los Estados Unidos y las principales potencias europeas. De hecho, por ejemplo, los Estados Unidos nunca han realizado acciones militares a gran escala contra las naciones sudamericanas y han basado su hegemonía en esta zona geográfica en mecanismos diferentes del uso directo de la fuerza militar.

[53] John Kerry: «Remarks on U.S. Policy in the Western Hemisphere», 2013, <http://www.state.gov/secretary/remarks/2013/11/217680.htm>.

[54] Esta hostilidad se ha manifestado tanto contra los gobiernos que se autodefinen como revolucionarios (Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua) como contra aquellos que han tenido un carácter reformador (Argentina y Brasil), aunque con diferencias de grado en cada caso.

[55] Pero los intereses de Estados Unidos en este tema no se limitan geográficamente a la región. En un documento del Departamento de Defensa norteamericano se señala: «Continuará la identificación de oportunidades de colaboración para desarrollar asociaciones que trasciendan el hemisferio. Este enfoque no solo fortalece las asociaciones de los Estados Unidos en el hemisferio, sino que realza la importancia que ellas revisten para apoyar las prioridades globales de los Estados Unidos, incluyendo el vuelco a Asia y el Pacífico.» (Departamento de Defensa. La política de defensa para el Hemisferio Occidental, octubre de 2012, p. 3)

[56] Calculado por el autor, a partir de datos del United States Census Bureau: <https://www.census.gov/foreign-trade/statistics>.

[58] Como parte del programa de becas en el exterior «Ciencia sin fronteras» implementado por el gobierno brasileño, Estados Unidos podría recibir entre 50 mil y 60 mil estudiantes de ese país. El entonces embajador norteamericano en Brasilia calificó esta cooperación como «un ejemplo de la diplomacia estratégica moderna», añadiendo que «ese amplio acceso a la nueva generación de líderes científicos y empresariales de Brasil le da a los Estados Unidos una oportunidad de moldear la manera con la que estos estudiantes comprenden a nuestro país. Nuestra experiencia con los intercambios educaciones y juveniles demuestran claramente que los vínculos desarrollados durante esos programas crean una impresión positiva y duradera de los Estados Unidos.» (Cfr. Thomas A. Shannon, Jr.: «Brazil's Strategic Leap Forward», Americas Quarterly, Fall 2012 <http://www.americasquarterly.org/Brazils-Strategic-Leap-Forward>.

[59] Jonathan Watts: «Brazilian president postpones Washington visit over NSA spying», The Guardian, 2013, <www.theguardian.com/world/2013/sep/17/brazil-president-snub-us-nsa>.

[60] «Obama felicita a Rousseff y afirma que EEUU valora relación con Brasil», Xinhua, 2014, <http://spanish.peopledaily.com.cn/n/2014/1029/c31617-8801466.html>.

[61] Con relación a este tema, cfr. Atilio Boron: Ob. cit.

[62] Cfr., por ejemplo, Carlos Alzugaray Treto: «Crisis de hegemonía y el orden mundial: la relación Estados Unidos-América Latina», en Jorge Hernández Martínez (editor), Los EE.UU. a la luz del siglo XXI, Ciencias Sociales, La Habana, 2008.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

¿Traidores o idiotas?

Cuba no es Ucrania

Stephen M. Walt sobre Ucrania y la OTAN