Había una vez un presidente de Rusia

Había una vez un mandatario de Rusia que hizo todo lo posible por integrar su país a Occidente. No estoy hablando del venerado Pedro el Grande ni de Boris Yeltsin, tan aficionado al vodka él. Me refiero al mismísimo Vladímir Putin.

A raíz de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, con su incuestionable sagacidad política, Putin vislumbró una extraordinaria oportunidad histórica, un verdadero cambio de época a partir del cual los Estados Unidos y Rusia no seguirían siendo adversarios. El presidente, entonces con 49 años, consideró que debía adoptar una decisión impactante, que pudiera marcar el inicio de una nueva alianza ruso-estadounidense contra el terrorismo islámico y en los temas de seguridad de manera general. Y no se le ocurrió nada mejor que cerrar la Base de Lourdes en Cuba, decisión con la que se trasladaba un mensaje claro a la contraparte estadounidense: el gobierno de Rusia reconocía así de una vez por todas que Cuba formaba parte de la zona de influencia exclusiva de los Estados Unidos.

El gobierno estadounidense respondió a esta sorprendente acción rusa de una manera proverbialmente estúpida. Lejos de responder de manera positiva y aprovechar tan inédita oportunidad, optó por mantener cerradas las puertas a Rusia y expandir la OTAN hacia el Este, incumpliendo pasadas promesas de Ronald Reagan y del padre del entonces inquilino de la Casa Blanca. En otras palabras, prefirieron seguirle pateando el trasero a los rusos -lo que hasta el día de hoy ha sido uno de los deportes favoritos del establishment militar y diplomático estadounidense-, pues era importante que no quedara ni siquiera el recuerdo de lo que un día fue una superpotencia desafiante.

El propósito de este comentario no es resucitar un fantasma. Tampoco guardo ningún tipo de animadversión o rencor hacia el presidente Putin, ahora con 70 años, aunque ciertamente el episodio en torno a la base de Lourdes ocupa un lugar imborrable en mi mente. Por esta y otras razones, no resulta santo de mi devoción. Por otro lado, como politólogo, su actuación como estadista me inspira respeto y una enorme curiosidad intelectual. Y la posición de su gobierno con respecto a la expansión de la OTAN y en torno a Ucrania me resulta plenamente comprensible.

La decisión de cerrar la base de Lourdes, el fracaso ruso al no alcanzar el objetivo pretendido y la posterior gradual recomposición de las relaciones cubano-rusas fueron sucesos aleccionadores que nos ayudan a entender mejor el presente y, a los cubanos, nos sirven para mantener la prudencia, estar alertas y moderar nuestras expectativas de cara al futuro inmediato y a más largo plazo.

La política internacional es como un gran juego de ajedrez. En él, los peones son frecuentemente sacrificados. Cuba nunca ha sido un peón en la política internacional. Sobre todo después del 1ro de enero de 1959, nuestro país ha sido un caballo o un alfil y, en algunas dimensiones o temas, ha sido una torre y hasta una dama. Pero los ajedrecistas bien saben que, en determinadas posiciones del tablero, incluso los caballos, los alfiles, las torres y hasta las damas pueden llegar a ser sacrificados. Quien nunca se puede sacrificar es el Rey.

Un país como Cuba está en la obligación de saber aprovechar las oportunidades y los espacios creados a partir de las contradicciones entre las grandes potencias, en función de la seguridad y el bienestar de su pueblo. Sería una necedad no hacerlo. Pero debemos estar plenamente conscientes de que, en última instancia, esa seguridad y ese bienestar siempre seguirá dependiendo de nosotros mismos y no puede confiarse a la buena voluntad de otra nación, por muy gran potencia que pueda ser.

Para mayor referencia: Nota oficial del Gobierno cubano (17 de octubre del 2001)

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